Aquí no se piensa

POR MAURI BADRA

Por algún extraño motivo que en parte aún desconozco, cuando recorrimos Bolivia rumbo hacia el norte, pasamos por alto una de las ciudades más importantes en la historia de esa nación y de todo el continente latinoamericano. La gran ciudad de Potosí.

No es precisamente falta de curiosidad lo que provocó que la dejásemos atrás sin ni siquiera visitarla. Estaba incluida en nuestra hoja de ruta, sin embargo, nos apremiaban las ganas de festejar Año Nuevo y sumergidos en la vorágine de las fiestas, elegimos como destino un lugar donde sabíamos que habría más movimiento, partimos en bus desde Uyuni hacia La Paz sin escalas.

Lo que no sabía en ese momento es que unas semanas después, me tocaría volver hacia el sur y que en el camino de regreso a casa, concretaría mi visita a Potosí, esta vez ya en absoluta soledad y sin la compañía de un amigo con el cual compartir la experiencia.

Potosí es una ciudad ubicada a casi 4100 metros de altura sobre el nivel del mar, que alguna vez supo ser la ciudad más rica de todo el mundo, sin exagerar. Este hecho se debe a las abundantes cantidades de Plata, Oro y metales preciosos que hubo incrustados en las profundidades de su majestuoso Cerro Potosí, el cerro rico, ferozmente codiciados durante la época colonial.

Hoy sólo quedan antiguos vestigios de aquella magnífica ciudad, a causa de la mortífera explotación y violenta extracción de recursos que recibió el Cerro a lo largo de tantos años. Se estima que entre 1503 y 1660 se extrajeron entre 185 mil kilos de oro y 16 millones de kilos de plata. Si, leíste bien, 16 millones de kilos.

No obstante, cuando se acabó la leche, nadie quiso hacerse cargo de la vaca. Con el pasar de los años, la riqueza y los diamantes se fugaron vía marítima cruzando el charco y Potosí pasó de ser el tesoro más preciado por las potentes naciones del Viejo Continente a convertirse en una simple ciudad boliviana olvidada en las alturas de forma paulatina, la ciudad que más dió al mundo y la que menos tiene.

Según cuentan los relatos del gran escritor Eduardo Galeano, en el histórico libro “Las venas abiertas de América Latina”, el Cerro Potosí lleva su nombre por la palabra quechua Potojsi, que significa “Truena, revienta, hace explosión”. Anteriormente era conocido como Sumaj Orcko. Muchísimo tiempo antes de la conquista, el tesoro fue descubierto por los pueblos originarios. El Inca Huayna Capac quiso ofrendar el Oro y la Plata a los Dioses, pero al clavar los picos en sus paredes el monte emitió un gran explosión proveniente de sus entrañas. Los nativos huyeron. Creyeron que esas riquezas estaban guardadas para “los que venían del más allá”.

En uno de los primeros capítulos del libro mencionado, Galeano dedica un particular interés a la intervención colonial española en América Latina, donde el Potosí tuvo un papel crucial para la historia del continente. El capítulo es llamado “Fiebre del Oro, Fiebre de la Plata” y en él Galeano nos habla de los saqueos acontecidos en la época de la conquista y plantea la metáfora, sabe quién si será real, acerca de cómo se podría construir un puente completamente con la Plata extraída que cruzase el Océano Atlántico desde la cima del Potosí hasta la mismísima España.

Las enseñanzas de nuestro querido vecino Eduardo, nacido en la República Oriental del Uruguay, lugar en el que también se despidió físicamente de este planeta, me acompañaban en mi viaje. Era la primera vez en mi vida que leía ese tan famoso y reconocido manuscrito. Libro que hoy en día, es aún más oportuno y práctico para los tiempos en que vivimos, que en las décadas en las que fue escrito. Recomiendo fervientemente su lectura a cualquier persona que se interese saber un poco más acerca del porqué los países en desarrollo de América nunca llegaron a ser desarrollados y quizás, nunca lo logren.

Aproximadamente un mes después de dejar La Paz, habiendo conocido lugares absolutamente fantásticos entre ellos Copacabana, Isla del Sol, Coroico, Uyuni, en Bolivia y Cuzco, Machu Picchu, Lima, Huacachina, Arequipa, en Perú; volvía por tierra camino a casa hacia Argentina viajando completamente sólo.

Con mi amigo y compañero del viaje, tomamos la decisión de seguir cada uno su camino. Si bien no era la primera vez que viajaba solo, me había acostumbrado al trabajo en equipo y la bifurcación de caminos fue más difícil de lo que esperaba. Aún así, con buenos ánimos decidí encarar la vuelta y tenía un solo destino en mente, Potosí. No quería dejar escapar la oportunidad de conocer una de las ciudades más altas sobre el nivel del mar del mundo entero.

Todo el viaje me había quedado con una sensación de espina clavada y me generaba una intensa carga emocional saber que conocería ese lugar que había ganado terreno en mis pensamientos. Debía visitarlo para conocerlo desde mi propia perspectiva.
Supongo que en mi cabeza retumbaban las palabras de ese libro, seguramente no estarías leyendo este relato en este momento de no ser así.

Llegué a Potosí de madrugada y todavía no asomaba ningún tímido rayo de sol. La vida nocturna era nula, todos los hostales permanecían con puertas cerradas y candados e incluso la plaza central estaba totalmente desierta. No había un alma en las calles, lo que automáticamente me recordó mucho a Cuenca en Ecuador, donde había vivido una situación similar un año atrás.

La ciudad comenzaba a iluminarse de a poco, mientras caminaba sin suerte intentando conseguir algún lugar donde quedarme. El amanecer se filtraba a través de la espesa nubosidad habitual a causa de su altitud, postal que se repetiría con el paso de los días, acompañado de un clima húmedo y frío. Adormecido y con mochila al hombro, me vi sorprendido al presenciar cómo un hombre intentaba robar un auto mientras unos guardias de seguridad lo descubrían. Inmediatamente me despabilé y puse mis sentidos en señal de alerta. Debía encontrar un lugar lo antes posible para poder dejar mis pertenencias,entre ellas mi preciada amiga, la cámara.

La gente comenzaba a abrir las puertas de sus hogares y/o comercios cuando encontré habitación en un hostal. El edificio ostentaba una interesante arquitectura, estaba repleto de antigüedades y atesoraba una densa energía, digna de película de terror. Así me recibió la última ciudad que visitaría de la magnífica y sorprendente Bolivia.

El primer día allí fui a comer en el mercado un exquisito menú por tan sólo 10 pesos bolivianos, de esos que los que fueron a Bolivia saben de lo que les estoy hablando. Me dirigí hacia el centro de la ciudad para encontrar alguna agencia de turismo que me lleve hacia las minas ubicadas en las entrañas del Cerro Potosí. Ansiaba conocer este sagrado lugar del que tanto había leído y entrar con un guía turístico es la única forma de hacerlo ya que en la actualidad las minas siguen funcionando y puede resultar peligroso.

Mientras íbamos hacia el Cerro no paraba de pensar en lo contradictorio que era pagar por un tour para entrar a un lugar donde hay gente que todavía está trabajando día y noche, subsistiendo con un empleo totalmente insalubre de manera casi totalmente desprotegida, me sentí un hipócrita. Una sensación similar a cuando conocí el Machu Picchu, sintiéndome un afortunado por haber visto con mis propios ojos ese milenario y tan sagrado lugar, pero a la vez, una persona más de las miles que lo visitan a diario y que de manera irreversible continuamos impactando en su estructura, medio ambiente y saturando su espíritu.

Parte de ese voraz sentir se calmó cuando decidí preguntarle al guía acerca del tema. Con total honestidad me contestó que él mismo había trabajado como minero muchos años y al renunciar, salió adelante manteniendo a su familia con el trabajo de guía al igual que muchos otros más. Aún así me quedaba la duda de saber si a los mineros les molestaba nuestra presencia o si realmente les hacía bien hablar con gente diferente de vez en cuando.

La primera parada fue en el mercado minero, ya que se recomienda tener un gesto de amabilidad para con los mineros y comprarles algunos regalos es considerado una buena idea para que los mismos se tomen a bien las visitas. Entre sus obsequios favoritos estaban las hojas de coca, gaseosas, cigarrillos y la caña de azúcar, una bebida con 96% de graduación alcohólica que probé antes de entrar a la mina y literalmente, me quemó el pecho.

No estaba permitido llevar comida, ya que podría toxificarse dentro de las minas y de ser así morirían al consumirla. Mascando coca enfilamos hacia la base del Cerro. La idea de llevarles alcohol también me chocaba bastante, era una bebida demasiado fuerte. Muchas veces los mineros ingerían tanta caña hasta perder la conciencia y se quedaban dormidos dentro de la mina, lo que resulta mortal de no ser encontrado por algún compañero. Quizás el alcohol era una forma de evadir su verdadero sentir, una forma más de esquivar algún pesar, como también solemos utilizarlo cualquiera de nosotros.

Al llegar a la base del Potosí, nos encontramos con un lugar bastante deteriorado, había unas chozas rodeadas de lodo e inmensas cantidades de basura arrastradas por pequeños arroyos de agua. También se podía encontrar algunos carros rotos y bolsas llenas de minerales listas para ser transportadas. Había muy poca señal de vida allí, apenas logré ver algunos perros en muy mal estado cobijados de la lluvia, todos estaban dentro de la mina.

Entre las pequeñas casitas se asomaban las bocas que conducen al interior de la mina y debo admitir que al ver esos agujeros negros sin fin, se me anudó por completo la garganta. Actualmente de las 460 bocas que existen, sólo están en funcionamiento 300 de ellas, las demás, están abandonadas. Algunos túneles permanecen desde la época colonial, otros fueron construidos no hace tanto tiempo atrás y se puede notar la diferencia arquitectónica al primer vistazo.

Entrar a una mina es una experiencia no recomendable para claustrofóbicos, aunque una vez dentro, las sensaciones no fueron tan terribles como realmente imaginaba. Equivocadamente creí que sentiría frío y que el aire sería espeso, pero al contrario, la ventilación era bastante buena y se podía respirar perfectamente, a la vez que el aire era mucho más cálido que afuera. Al apagar nuestras linternas, nos quedabamos en absoluta oscuridad, eso sí era un poco temible.

Nuestro guía comenzó a llevarnos por algunos pasadizos mientras conocíamos algunos mineros, todos fueron bastante amables y se notaba que les agradaba nuestra presencia, ya que algunos charlaban con nosotros para entretenerse un rato y por supuesto, antes de tomarles fotografías les consultaba si estaban de acuerdo con ello.

Ese día aprendimos algunos hechos acerca de la minería. Actualmente ya no se consigue Plata pura, solamente complejos, como por ejemplo piedras de Plata y Zinc, lo que para los españoles eran deshechos. Los mineros trabajan por cooperativa, ellos y sus familias viven del residuo del cerro. Las cooperativas mineras se organizan en 3 categorías. Socios, segunda mano y peones. Dentro de cada una de ellas los mineros se especializan en perforar o trasladar.

Durante el recorrido se escuchan muchísimas explosiones, provenientes de el derrumbe de las paredes internas, producidas con una herramienta tecnológicamente obsoleta que utiliza aire comprimido y que pesa 100 kilos. Se supone que este tipo de actividad minera no genera un impacto en el medio ambiente a comparación de la minería moderna, según lo que nos contaron, ya que es un trabajo puramente manual y no se utiliza ninguna maquinaria ni dinamita, afirmación con la que estoy en desacuerdo ya que tengo mis dudas personales al respecto. De lo que si estamos seguros es que lo que genera más contaminación es la refinería, ya que para separar metales utilizan procesos químicos altamente tóxicos, envenenando enormes cantidades de agua para ello.

El pago es jornal y los mineros sólo reciben dinero si encuentran algo para vender, es decir que si trabajan 1 día entero y no extraen al menos una piedra preciosa, no les corresponde paga. Las normas acerca de los derechos de los mineros, entre ellos su jubilación y seguro, no están del todo claros, todo se maneja de palabra. Existe una sola regla expresa por escrito y es nada más ni nada menos que el impuesto que tienen que pagar al Estado, representado por un porcentaje de sus ganancias, impuesto que amenaza con aumentar año tras año.

Caminando hacia las profundidades de la mina, encontramos a Clemente, trabajando absolutamente sólo en un rincón de un túnel, contrario a los demás mineros que conocíamos. Él es socio de una cooperativa y hasta ese momento había estado perforando 6 meses para hacer un túnel de 10 metros. Había empezado a trabajar con un equipo de trabajadores, pero como a veces sucede en la vida, no tuvo suerte. Al no encontrar resultados, los trabajadores lo abandonaron para unirse a otro grupo. Esto me resultó bastante familiar, como quizás a ti también te parezca, ya que está situación no es más que una semejanza del afuera, de nuestra sociedad. Muchas personas querrán estar a tu lado cuando todo brille, pero sólo unos pocos lo harán cuando estés en la oscuridad.

Clemente dejó de trabajar por un momento para sentarse a dialogar con nosotros, llevaba puesta una camiseta de fútbol del Milán italiano en mal estado, su rostro expresaba cierta aflicción y cansancio. Sus manos curtidas estaban llenas de polvillo al igual que toda su ropa, cada tanto una pequeña tos se asomaba desde su pecho. Nos habló de sus 5 hijos, entre ellos 2 mujeres y 3 hombres, de los cuales solamente 2 eran adultos y uno había decidido ser policía y el otro ir a la universidad.

«Acá no se piensa, aquí se trabaja duro«. Me contestó en un tono mucho más serio en comparación de cómo veníamos charlando, cuando le pregunté cómo hacían para estudiar e investigar por donde hacer los túneles. No hay fórmula mágica, es al azar.

La pregunta acerca de su enfermedad no tardó en llegar, pero Clemente prefirió evadir y no emitió respuesta alguna. Es evidente que a causa de su frecuente tos tiene silicosis,  una afección en los pulmones producida por respirar silicio en grandes cantidades. La mayoría de los mineros están enfermos, pero casi ninguno hace caso omiso, simplemente están destinados a morir lentamente. Es de público conocimiento en la zona que el trabajo en la mina es totalmente insalubre y peligroso. Si no sufren esta enfermedad tan cruel que va asesinando poco a poco sus órganos, pueden padecer algún derrumbe o accidente de trabajo. Pareciera ser que sus cartas están jugadas.

No podía caber la idea en mi cabeza, de cómo Clemente sigue trabajando desde hace 25 años sin ponerse a pensar en su estado de salud. El sabe que está enfermo pero parece no importarle, trabaja porque no hay otra alternativa, quiere pagar la universidad de sus hijos y que ellos puedan tener la oportunidad de no estar en el mismo lugar que él. Aunque uno de ellos a veces le hace compañía, el prefiere seguir trabajando sólo. Si algo llegara a sucederle ahí dentro, hay muy pocas chances de que alguien se entere rápidamente. Luego de tomarle unas fotos y beber junto a él un poco más de caña de azúcar, nos despedimos. Me regaló una piedra de estaño que aún conservo en mi habitación.

Antes de volver a recibir la luz del sol, el guía nos llevó a un lugar más profundo dentro de la mina y muy especial para los mineros. En el camino cada vez veíamos menos personas y se volvía más arduo al punto que una chica resbaló y casi cae por un hueco hacia la nada misma. Tomé una foto del momento justo en el que el guía la agarró para que no cayera.

Luego de un rato de caminata, llegamos al altar donde se encontraba uno de los tantos Tíos que hay en la mina. Un Tío es una estatua hecha de tierra y pelos de llama que representa al mismísimo diablo. Durante toda la semana los mineros no ven la luz del sol, ya que trabajan todo el día y vuelven a sus casas de noche aunque cada mañana aprovechan el amanecer para coquear juntos antes de entrar a la mina. Para comer, salen afuera 1 vez al día, o a veces ninguna. Casi todos ellos son cristianos y van a la iglesia los Domingos. Según cuentan, Dios sólo los protege fuera de la mina, ahí dentro necesitaban de alguien que se sienta cómodo y poderoso en la oscuridad.

La procedencia de estas estatuas es confusa, lo que entendemos es que en algún momento representaron al «hombre blanco» que venía del más allá. Al notar que las estatuas eran veneradas, los mismos españoles las denominaban Dios. En el lenguaje quechua no existe la letra D por ende la pronunciación era difícil para los nativos. Al nombrarlos, la D sonaba como una T.

El Tío es el Dios del inframundo, amo y señor de la mina. A el le rezan y le ofrecen sus más valiosas pertenencias. Esparcen coca, alcohol como parte de un ritual en su cabeza, hombros, vientre y pene. Su pene es de un tamaño mayor al convencional y no proporcional a su cuerpo, símbolo de fertilidad. Luego de pedirle al Tío riqueza y protección, esparcen sus ofrendas directamente en el suelo, a la pachamama. Las malas lenguas dicen que el Tío puede ser muy generoso, pero a la vez muy despiadado si no recibe sus ofrendas como el desea, él decide quién sale vivo de la mina.

Se estima que 120 personas mueren en la mina aproximadamente por año, nadie parece notarlo, es habitual para la gente de la zona. La mayoría de las muertes son a causa de accidentes, enfermedades y creanlo o no, borracheras también.
Durante el mes de Febrero, el mes del Tío, se da lugar al carnaval minero, época de incansables festejos dentro de la mina, donde más de un minero ha muerto por quedarse dormido a causa de la borrachera.

Antes de salir hacia el exterior, ayudamos a unos mineros a empujar un carro que pesaba 1 tonelada por los rieles. A metros de la boca exterior, se volvía a sentir el frío en nuestras extremidades y el viento en nuestra cara. Al rato me tomé una ducha y comencé a escribir sobre lo que había vivido ese día. No podía parar de pensar en Clemente y en todos los demás. Hasta el día de hoy lo recuerdo como si fuera ayer.

Presenciar su realidad al menos unos instantes no permite ponerme en sus zapatos. Sé que nunca podría hacerlo. Sin embargo, esa experiencia me otorgó la oportunidad de cuestionarme muchas cosas. Entre ellas, la cultura del trabajo y la forma en que las personas se mantienen en la carrera de la vida.

Ser minero debe ser un trabajo duro y cansador, hasta me animo a decir devastador.Me pregunto si realmente decidieran dejar atrás la minería podrían subsistir de alguna otra manera, si tendrían alguna otra alternativa. El trabajo es trabajo y es digno, pero lo sigue siendo cuando las condiciones los llevan a estar presos en la montaña, esperando la muerte? Como este seguro hay miles de casos invisibilizados más.

Ese día fue conmovedor personalmente para mí y por eso decidí expresarlo en un relato, siento que de alguna manera es mi forma de ayudarlos. Esta noche me acostaré en mi cama agradecido, sabiendo que mañana tendré la oportunidad de apreciar un nuevo sol. Pensar que mientras escribo esto Clemente está picando una pared, ansioso por encontrar algún metal precioso que lo ayude a salvar a su familia, me revuelve todo por dentro.

“Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes”

Plenitud

POR MAURI BADRA

La mayor parte del tiempo estamos pensando en algo. Al menos así lo es en mi caso, al igual que muchas otras personas que nacieron y fueron criadas en la cultura occidental.

Nos levantamos temprano recordando todas nuestras tareas pendientes a lo largo del día y a medida qué pasan las horas ocupamos nuestra cabeza con demás preocupaciones o actividades. Cuando estamos en el trabajo, pensamos en hacer ejercicio y cuando estamos entrenando, queremos ir a tomar una cerveza con amigos. Así podemos encontrar miles de ejemplos en nuestra vida cotidiana. La mente siempre está intentando corrernos una carrera y casi siempre nos gana.

A quién no le ocurrió que al terminar las vacaciones ya imagina las siguientes? 

Creo que planificar y organizarse nos conlleva a administrar nuestras vidas de manera eficiente con el gran deseo de ser felices. Sin embargo, reflexionando acerca de nuestra manera de vivir permito preguntarme, realmente estamos disfrutando a pleno de cada momento?

De mi primer viaje por Asia obtengo muchísimas impresiones y a pesar de continuarme deslumbrando, hay algo que me resulta bastante intrigante de la cultura oriental y no puedo dejar pasarlo por alto.

Acá todavía se disfruta estar. Si. Estar.

Es incontable la cantidad de personas que encuentro sentados, sin celular, música o compañía. Simplemente están siendo, respirando, observando, estando. Cuidado, no quiero que esto se malinterprete y cometamos el error de confundirlo con pereza. Muchas personas tienen la cualidad y la dicha de apreciar lo sencillo, de disfrutar la plenitud del momento. No me refiero necesariamente monjes budistas meditando, sino a personas como cualquiera de nosotros.

Aldeano en Pai
Aldeano en Pai

El Sureste Asiático es increíble. Cada pequeño lugar ofrece sus hermosos destellos de magia y su excéntrico caos a la vez. Es una jungla eléctrica, como supo decirme un amigo una vez. A veces el mundo puede parecer caerse en mil pedazos pero ellos siguen ahí, observando la vida pasar. Viviendo el presente.

En cada uno los países que he visitado hasta ahora, entre ellos Tailandia, Laos, Vietnam y Camboya, encontré lugares maravillosos, paisajes de otro planeta, personas increíbles y por supuesto experiencias inolvidables. Cualquier persona que ha viajado alguna vez sabe que no alcanzarían las palabras, fotos o videos para transmitir nuestras vivencias de la misma forma en que la hemos sentido y más aún cuando se viaja por estos lugares con tan pura e intensa energía. Aún así, voy a hacer el intento.

Dos de mis pasiones son la fotografía y el video. Y que lugar más perfecto para practicarlas, ni más ni menos que Asia, aunque creo que la mejor fotografía es aquella que no sacamos sino que guardamos para nosotros mismos.

Una cámara puede ser fantástica para capturar momentos, pero a la vez puede resultar letal para la conexión del fotógrafo con el instante. A veces siento que cuando interpongo la cámara y fotografío a otra persona me pierdo la esencia del momento y créanme si les digo que es un poco confuso de explicar.

Cuando una obra, sea una fotografía, una canción, un poema o cualquier pieza artística genera al menos una ínfima emoción en quien la recibe, es una caricia al alma de quién la realiza. Supongo que la mayoría de los que amamos contar historias debemos aprender a asumir el costo de perdernos la plenitud del momento para poder compartir con alguien más al menos una pizca de esas sensaciones. Aunque siempre, hay excepciones.

En el norte de Tailandia visité Pai, un pequeño pueblito agricultor. Siguiendo mi instinto decidí alejarme de las zonas turísticas, para sumergirme en las profundidades del campo. En una humilde choza me encontré con unos granjeros locales que no hablaban inglés en lo absoluto. “Hola”, “cómo estás” y “gracias” son las únicas palabras que sabía decir en Thai. Me ofrecieron comida y agua, señal de que era bienvenido y a través de sus miradas sentí que estaban cómodos con mi presencia. Mediante gestos, intente preguntarles si les podía tomar fotos. Al mostrárselas, rieron. Supongo que esa respuesta fue afirmativa.

Aldeano en Pai
Aldeano en Pai

En ese momento comprendí que además de las palabras, existen otras formas de comunicarse. Nos despedimos luego de pasar un rato sentados observando el campo, una mujer aceptó sacarme una fotografía al mismo tiempo que les regale un sticker de yosoydelmundo como forma de agradecimiento. Al día de hoy no sé sus nombres y posiblemente nunca los vuelva a ver, pero cuando les tome las fotografías, me sentía 100 por ciento conectado a ellos y sin dudas, son de las fotos más favoritas en este viaje.

A varios miles de kilómetros de Pai, en el norte de Vietnam, más precisamente en Sa Pa, un pueblo montañoso con miles de plantaciones de arroz, viví una experiencia similar pero grandiosamente única también. Posteriormente a haber hecho 2 días de trekking por las montañas, pasamos la noche en una aldea local y dormimos en la casa de una familia local proveniente de Mongolia. Ese día el grupo se me adelantó y quedé varios metros por detrás con mi cámara, me crucé a varios niños jugando en el camino, que a pesar del sonido de mi obturador, parecían no percatar de que había un extraño situado a su lado. No les interesaba ni preocupaba mi presencia, sólo estaban jugando, nada podía estar mal.

El último día allí me quedaban unas horas libres hasta la noche para tomar el autobús entonces salí a caminar en busca de alguna postal con mi cámara. El sol caía y el cielo se tornaba anaranjado, momento perfecto para los amantes de la fotografía, cuando divisé unos niños jugar al fútbol a lo lejos en el centro de una especie de autódromo.

Niños jugando
Niños jugando

Extasiado al verlos jugar, me acerque para hacer fotos y videos. La emoción de verlos divertirse de esa manera, descalzos en un potrero con ladrillos en vez de arcos, me llevó a meterme a la canchita a solo metros de ellos, tan cerca que la pelota pasó rozándome las piernas y no pude evitarlo. Volví a mi infancia.

Niños Jugando
Niños Jugando

Apague la cámara y la dejé a un costado. Sin murmurar una sola palabra nos entendimos a la perfección y en cuestión de segundos ya estaba dentro del picado. Honestamente no puedo describir lo que sentí en ese lugar. Por un rato fui un niño completamente lleno de inocencia e ingenuidad, desbordado de alegría por el hecho de jugar a la pelota.

Una vez más, me sentí presente, olvidándome por completo de todo lo demás. Recién varios días después puedo llegar a darme cuenta de que en estos momentos era uno más de esas personas a las que me siento a observar cuando están ahí, siendo plenos. Para ser honesto, las fotografías que tome el día del partido no son la gran cosa. La mejor foto de ese día me la guardo para mí.

Fotografias Mauri Badra @yosoydelmundo

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Fotografía tomada por aldeana en Pai.

 

“The dream is over. What can I say?”

POR MAURI BADRA

Esas simples palabras fueron las que utilizó nuestro amado John Lennon para demostrarle de alguna forma al mundo entero que ya nada era igual. El fuego se apaciguó con el mismo furor que lo había desatado, de los cuatro, fue cada uno por su lado, el sueño había terminado. Eligió transcribirlo en un poema, bautizado ni más ni menos como “God” (Dios), utilizando una de sus armas favoritas, la música, encerrando entre líneas lo que pronosticaba el fin de una Era, la de «The Beatles».

Me veo motivado a extraer ese pedacito de canción para darle alguna especie de final a este círculo, valga la redundancia, ya que el círculo es uno de los pocos símbolos eternos, hasta incluso aunque pueda sonar algo irónico, todo tiene que terminar alguna vez.

Hoy no termina este viaje. Sigue y permanece constante por el resto de nuestras vidas en nuestro interior, es ese viaje hacia ese estado de conciencia, donde todo es aquí y ahora, a veces, un destino casi imposible de alcanzar. Hoy en este día, simplemente trato de guardar momentos y dejarlos flotar en mi recuerdo, por así decirlo, es preferible llamarlo así de esa manera, evitando traer a colación la palabra “etapas”.

Elijo creer que la vida no es una serie de etapas, sino un conjunto de millares de momentos. Diferentes o similares, pequeños o de gran magnitud. Momentos, a secas, que analizados aisladamente suelen ser historias dignas de alguna obra cinematográfica o de charlas madrugadoras. Momentos que se fusionan perfectamente cuál rompecabezas infinito. Tan sólo basta tratar de imaginar la cantidad de momentos que una sola persona vivió a lo largo de toda su vida para comprender la magnitud de lo que estamos hablando. Intentar asimilar todos los momentos que forjaron la historia de la humanidad provocaría un problema serio de migraña o desataría la locura.

A veces reflexiono y pienso que nacemos como un lienzo en blanco, impecable, limpio y puro. Y que cada situación o hecho en la vida que nos sucede a nosotros mismos y a nuestro alrededor, cada estimulo, por más ínfimo que sea, es una rayita que se impregna en nuestro lienzo. Cada una de esas lineas, manchas o puntos tiene su propia textura, color y forma. Solamente cierra tus ojos e imagina tu propio lienzo en blanco, contaminado de historias y cicatrices que te hacen ser hoy en día lo que en cuerpo, mente y alma aparentas ser. Ahora, con un poquito más de dificultad, súmale tus vidas anteriores. Imagina ese lienzo como estaría hoy en día, como fue cambiando de textura y de colores durante toda la historia de tu existencia, imagina el grosor y el peso que carga. Porque al fin y al cabo todos los seres que se cruzan en nuestros caminos aportan su granito de arena para que hoy seamos lo que somos y estemos donde estamos y viceversa, nosotros hemos interferido en otras vidas también.

Para descubrir lo que realmente somos, deberíamos tratar de quitar esa enorme pintura, no porque sea mala, para nada, todo lo contrario, deberíamos saber despegarla para conocer nuestra esencia pura y luego cargárnosla de nuevo. Ahora viene la parte difícil donde te preguntas como hacerlo. Esa es la cuestión y no soy el indicado para enseñarte, al menos todavía no.

Saliendo de nuestro pequeño juego mental, seguimos con el relato después de aburrirlos con tanto preámbulo. De vuelta en casa, siento felicidad. Estoy feliz de estar viviendo el día a día, trato no perder esas gotas de mística que uno adopta personalmente de los perfectos lugares que va visitando y aquellas enseñanzas que nos quedan luego de conocer una por una las perfectas personas que atraviesan nuestros caminos. Estaría altamente errado en creer que esos olores, recuerdos, consejos, paisajes y demás son míos, porque no me pertenecen, no son de mi propiedad, simplemente contribuyeron a hacer de uno lo que es en la actualidad.

Claro que sí, acá es distinto, es inevitable aceptarlo. El hogar en sí es distinto, en nuestro accionar día a día no nos dejamos llevar por las pasiones, cometemos la tremenda equivocación de convertir nuestros quehaceres en algo odiado, que solemos nombrar rutina, aun siendo conscientes de que todos los días geniales y nosotros somos LIBRES para hacer algo nuevo, algo distinto, algo a lo que temamos, algo que nos mueva aunque sea un poquito el pulso y sin embargo, por una u otra razón, no lo hacemos.

No puedo negarlo, he vuelto a mecanizarme, he vuelto a hacerme rutinario, a dejar de pensar y reflexionar el porqué de nuestras vidas, he dejado de preguntarme cual es mi misión en este planeta, o a veces como me gusta contestarle a los que que me sacan el tema, “estoy descansando de la verdad”.

Escuché variadas veces que el hábito de repetir acciones no es malo, que repetir alguna actividad nos acerca a la perfección y que cualquiera puede ser experto en realizar cualquier cosa que se ponga en mente.  Ahí está el condimento secreto que diferencia la repetición de la perfección, el stress de la rutina a la satisfacción del trabajo. La PASIÓN. Fácil de decirlo, no? Del dicho al hecho…

Continuo buscándome, aún estoy ahí, escarbando dentro de mí, golpeando puertas, esperando respuestas, de vez en cuando rasco esas cascaritas internas que te pican y te intrigan. Me muevo, me acostumbro al hoy. Nunca es momento de reproches y muchísimo menos de arrepentimientos. El arrepentirse de algo, es desesperado y de mal gusto. Sucede cuando las decisiones no son tomadas con el corazón. Intentando equilibrar el punto medio entre nuestro pecho latente y nuestra mente pensante. Del dicho al hecho…

La vida no es fácil, nunca lo fue para nadie. Nos juzgaran y corregirán, intentaran aconsejarnos y darnos ideas, habrá gente para todo tipo de situaciones, algunos “hablarán con el diario del lunes”, te dirán lo que hubieran hecho ellos en tu lugar, lástima, el universo te llevo a ti a ese espacio-tiempo indicado e hiciste lo que tenías qué hacer. Te van a dar la espalda, sábelo, no te desesperes. El tiempo es tu mejor aliado, para trascender hay que saber esperar.
A veces me convenzo repitiéndome: Hay que seguir, no hay razón para dejar de sonreír.

Viajar requiere muchísimo tiempo y muy poco también, al fin y al cabo, unos meses o años en una vida es nada, pero esa vida no sería la misma si se los quitáramos, definitivamente no lo sería. Podrás estar lejos de aquí o de allá según como lo veas, pero el asiático que se está levantando a trabajar cuando vos te vas a dormir está pisando el mismo pedazo de tierra que vos, no le busquemos la vuelta. O mejor dicho, si te gusta, búscale la vuelta al planeta tierra, puede llegar a ser lo más extraordinario que pueda sucederte.

Recorrer el mundo a tu manera, te deja lecciones aprendidas, experiencias vividas por doquier y anécdotas para tirar a la manchancha. Puede ser valedero sentarse y escuchar con una cervecita en la mano algunas historias de viaje, o leerlas como es el caso. Una vez me llamó mucho la atención lo que contestó en una entrevista un tipo que se dedicaba a viajar por el planeta, cuando le preguntaron si le gustaría conocer todos los países del mundo. “Es una meta atractiva, aunque de todas formas viajar no es llenar el pasaporte de sellos, es estar ahí, vivir, conocer la cosmovisión de la gente, ser parte del tiempo”, expresó.

En mi caso personal, muchos me preguntaban cómo me había ido. Y yo me quedaba literalmente mudo, no sabía que decir, es más, admito que alguna vez conteste por simple cortesía. Es una pregunta difícil de responder cuando renuncias a tu sueño, porque los demás te escuchan pero oyen lo que quieren oír de tu experiencia, miden tu éxito o tú fracaso según sus perspectivas llenas de subjetivismo, te juzgan y eso duele.

Te duele porque a veces después de tantísimo esfuerzo, paciencia y dedicación, al encontrarte a un paso de agarrar de lo que realmente deseas, el miedo logra apagar tanta luz. Y posteriormente sentís que lograste miles de cosas inimaginables, aun si un vidente te contara lo que fueras capaz de hacer, no lo creerías.  Los miles de kilómetros recorridos y las experiencias vividas no te las quita nadie, son manchas que quedan grabadas para siempre en nuestras memorias de vida, que probablemente sean transmitidas a futuras generaciones.

Simplemente bastaba ESTIRAR EL BRAZO y agarrarlo. Hablando metafóricamente, claro. No importaban los números, los tiempos y la distancia. Hacerlo era  la única solución, dejarlo fluir y todo iría bien, pero eso lo veo hoy después de que el agua corrió.

En esos momentos donde la actitud, espíritu y fuerza interior que solía empujarte empieza a desaparecer es cuando comienzas a preguntarte porqué estás ahí y no en otro lugar.

Ya en el límite entre California y Nevada, Estados Unidos. Junto a Sally Lemonade, una motor home de los ’80, el juego que jugábamos era distinto, las reglas habían cambiado y todo era  desconcertante, quedaba todo un nuevo viaje por delante, sin embargo la pasión se desvanecía, viajar se había vuelto una rutina y tener que preocuparse porque comer y donde dormir a diario dejaba de ser entretenido, y al mismo tiempo el bolsillo aúllaba de gritos de dolor. Suenan como excusas, aunque simplemente las llamaremos circunstancias. Tenia todo el universo a mi favor y todas las circunstancias en mi contra y hoy siento que me rendí al dar un paso al costado, aunque creo fervientemente que nunca nada pudo haber sido de otra manera.

A veces pienso que estuve soñando dormido todo ese tiempo, luego desperté y todo era como antes, las grandes personas que estuvieron a lo largo del camino en realidad no estuvieron y parecen ser personajes ficticios de alguna película o creación de nuestra subconsciente.

Algunos piensan que volver a casa es aceptar tu derrota, asumir que tu globo se pinchó y que tu sueño terminó de forma desganada. Escribir sobre volver a casa es peor, se los aseguro, es como utilizar tu propia sangre en vez de tinta. Es remover cicatrices y viejas heridas mientras no paras de hacer muecas con la boca y morderte el labio inferior como haciendo fuerza para retener algo que quiere salir de adentro.

Es entender que hoy ves todo de una manera diferente. Tus ojos, tu cuerpo, tu sangre y tus huesos son exactamente los mismos, quizás un poco más desgastados, pero lo que está dentro esta revuelto y es una mezcla deliciosa de emociones, créanme.

Es darte cuenta de que sos una mínima pieza de un gran y espectacular engranaje. Es descifrar que el tiempo pasó y que las partes del rompecabezas fueron encajando de alguna u otra forma como por arte de magia, cuando giras la cabeza y miras para atrás.

Retornar al hogar es agradecer ver y sentir las cosas de una manera distinta. Es intentar más que nunca apreciar la sencillez de las cosas y de las relaciones con otros seres. Es no parar nunca de buscarnos interiormente. Regresar es ser paciente y esperar que esa chispa vuelva a prenderse más que nunca, es tener fe en que la próxima vez que todo juegue en contra tuyo no vas a rendirte y atravesaras cualquier pared que se ponga en frente y seguirás adelante.

Volver a casa es saber que tu mochila está nuevamente vacía, esperando a ser ocupada por un pedazo del universo otra vez.

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“And so dear friends
You just have to carry on”

Memorias de un viaje. Parte IV: Brisas de Zicatela

POR MAURI BADRA

La puesta del sol se recibe de forma simultánea con el descenso de la temperatura ambiente. Mientras el cielo nos muestra su más anaranjada faceta, la piel se nos empieza a erizar. Mirar en dirección hacia los pies en ese momento puede que para una persona fácil de impresionar no sea una sensación agradable. Quién sabe qué tipo de bichos navegan esas corrientes.

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Comienzo a sentirme cansado, pasaron horas desde la última vez que ingerí alimentos o algún tipo de nutrientes. Mi cuerpo ruega por descanso, a la vez siento mis hombros fatigados, la zona lumbar de mi espalda está dura como una roca, tengo los oídos llenos de arena y la piel de mis dedos se ve arrugada como la de un anciano. Me mantengo a metros del line up, zona donde se montan las olas, flotando sobre la tabla y observo.

Si tuviera que elegir una palabra para describirme en ese momento, elijo “inexperto”. Intento aprender tan sólo viendo que decisiones toman los demás ante las distintas circunstancias que se les presentan, los imito, trato de remar en dirección oblicua y contraria al pico de la ola para no ser atrapado y arrastrado por ella hacia la costa de forma violenta.

Poco a poco van pasando los sets por debajo de mí.

Si nunca has escuchado alguna vez la expresión “swell” y también si la haz sentido nombrar podrás corregirme; es un conjunto de olas para simplificarlo aunque en realidad es energía que se traslada hacia la costa en forma de olas, en este caso de gran tamaño. Aproximadamente había 5 olas medianas seguidas de un pequeño intervalo en la que lamentarías adentrarte al mar ya que luego vienen las 3 más grandes y potentes. Al cabo de la primera tanda, llega la tranquilidad; aunque tan sólo por unos minutos y así sucesivamente vuelve a recomenzar el ciclo. Por lo menos esta es la explicación que puedo darte según lo que aprendí.

Volviendo a la situación de estar flotando en el agua, por alguna inexplicable razón, me convenzo con el ingenuo pensamiento de que mientras más tiempo estoy en ella, más conozco ese diferente y total desconocido universo llamado océano. Alguna vez quizás hayas escuchado decir que el planeta está compuesto un 30% de superficie terrestre y un 70% restante por agua, ese mundo aparte con una profundidad media de 4km y más de 250.000 especies habitando en ella, magnífico por dónde se lo mire.

De vez en cuando hago un par de miradas de reojo hacia la costa, estando a más de 200 metros es difícil divisar a mis amigos con claridad. Esperando que mi compañero no se enoje al tener que esperar tanto para usar la tabla; consejo aparte, obtén tu propia tabla, es más divertido que alternar cada 20 minutos.

Todo parecía estar totalmente controlado; sin embargo de repente me vi envuelto en una situación no esperada. Giré la cabeza hacia el horizonte y la vi. Gigante, más cerca de lo que nunca había visto, su tamaño era imponente y arremetía sin escatimar su intensidad. Una pared de color celeste se elevaba ante mí, sin exagerar calculo que la ola medía unos 3 metros de altura.

Ante semejante circunstancia, cualquier surfista con poca experiencia sabría qué hacer para no dejarse pillar por ella, no fue específicamente mi caso. Con remadas largas y profundas, decidí cometer un cuasi suicidio, encarándola y faltándole el respeto al surf. No creo haber puesto en práctica todos los consejos que había escuchado acerca del deporte, debía reaccionar en cuestión de segundos mientras una voz interna me decía “levanta el pecho, endurece cola y lumbares, deja quieta las piernas”, me olvidé de las instrucciones y me deje llevar.

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“Coge una ola y te sentirás en la cúspide del mundo”. Una vez leí. Lo admito, esa sensación de estar en la cresta de la ola literal, es algo que nunca antes había percibido, difícil de comparar, la adrenalina está a mil por hora y todo lo que uno siente es completamente nuevo. Finalmente, las sensaciones del frío, calor, viento, plenitud y admiración a la naturaleza, duraron poco.

Ese sentimiento de estar siendo levantado y arrastrado por una fuerza sobrenatural es algo difícilmente de comparar, sucede todo en cuestión de instantes, y antes de que realmente me diera cuenta de lo que tenía que hacer, pensé “Ahí me tendría que haber parado!!!”. Ni siquiera había alcanzado mover las manos que ya estaba completamente envuelto en la inmensidad del remolino de la ola, clavándome verticalmente de forma perpendicular a la superficie del agua, cerré los ojos y aguanté la respiración. Lo que ahora puedo recordar fueron muchos giros, golpes y más giros.

No me aterrorizaba chocar con alguna piedra o no poder encontrar mi tabla, sólo quería salir de esos eternos segundos infernales. Finalmente logré tomar aire desesperadamente, aunque el respiro fue breve debido a que el pico de la ola siguiente volvió a arremeter contra mí.  En la costa, luego de haber sido arrastrado por la estrepitosa corriente, me senté mientras todos morían de carcajadas y me felicitaban por mi show de principiante. Mi mente se ausentaba, me desenfocaba totalmente del sitio, lo único que sentía era el corazón bombeando en cada extremidad de mi cuerpo. Respiraba exhausto. WOW. Qué locura. Qué potencia. Qué poder. Seguía mirando las olas, fascinado. Desde lejos parecían hasta inofensivas. Entrelíneas me susurraban, me bautizaban, me ofrecían la bienvenida al mar.

Aún recuerdo como si fuera ayer el día en que llegamos a esa ciudad escondida como si fuera ayer, tras atravesar  los montes Oaxaqueños. Afiebrados y desgastados emocionalmente, emprendimos una caminata de varios kilómetros de múltiples bajadas y subidas hacia un lugar del que habíamos escuchado mencionar anteriormente por algún viajero. La costa de “Zicatela”, 15 bloques de avenida acorralada de mar, repleto de surferos o surfers, negocios de alquiler de equipos, turistas, locales, restaurantes, bares con hippies en sus veredas ofreciendo artesanías, artistas callejeros haciendo hasta malabares con fuego, todos éstos, con un espíritu diferente.

Particularmente de aquél día sigue aún intacto en mi memoria visual, una imagen preciosa difícil de olvidar, el primer atardecer que vi en Puerto Escondido que me sorprendió por completo caminando por la calle Del Morro, pegada al mar, mientras varias personas a mi alrededor frenaban su andar y desatendían sus quehaceres y se quedaban parados ahí, junto a mí para contemplarlo, como si se tratara de una especie de ritual, callados, como si un reloj mágico hubiera detenido el tiempo y lo único en ese momento que poseía movimiento era el Sol, sin dudas, fue místico.

Pasadas unas horas y luego de golpear puerta por puerta y nuestra propuesta ser rechazada cordialmente, logramos intercambiar nuestro trabajo de voluntariado en un inmenso hostal llamado Pako-Lolo (marihuana en Hawaii) manejado por un hombre calvo obsesionado con sus bigotes dignos de pertenecer a Garfio, el villano de Peter Pan. Una pequeña comunidad de viajeros de todas partes del mundo se congregaba en esos lares dispuestos a conocer la playa con la tercera ola más potente e impredecible del mundo, aunque fue una lástima que pocas veces pudimos formar parte de sus excelentes reuniones debido a la dificultad que tuvimos para sobrellevar los primeros días en Puerto.

Mi estado de salud empeoró, llevándome a estar varios días con 40 de fiebre y al mismo tiempo trabajando en el Panorama Bar, que nos había acogido como sus nuevos Relaciones Públicas/Meseros para la temporada del Spring Break, una tarea complicada pero sobre llevable. Inevitablemente ante mi estado de deshidratación me vi obligado a romper la ley de prohibición de antibióticos, además de ser convencido por la doctora más sensual que conocí en toda mi vida y juro que no era producto de mis deliradas de fiebre.

A pesar de todo, una noche fue distinta a las demás, la rutina cambió por un día, era 25 de Marzo, por ende a las 00.00hs cumpliría 21 años de existencia física en el planeta. Fue un momento raro, ya que nadie sabía que mi aniversario de vida, estando del otro lado del hemisferio de donde se encontraban la mayoría de mis afectos. Cuando llegó la hora, sólo el loco P recordó que era un día digno de festejo, pero más allá de las tradiciones, no hubo torta, saludos, ni vela que soplar. Simplemente tomé una cerveza de la heladera y planifiqué un pequeño escape de unos minutos del trabajo. Sólo tuve que caminar 50 metros para estar un poquito más cerca del mar donde nadie me viera. Y ahí fue donde me senté, a tomar esa cerveza helada, en soledad, sin pensar en nada. Simplemente respirando, y estando ahí, en ese preciso instante, el momento perfecto en el lugar indicado.

Hoy ya pasó el tiempo desde ese momento, y aunque parezca loco decirlo, sin querer queriendo, logré atraer todo lo que mi subconsciente había pensado mucho tiempo atrás.

Todavía recuerdo estar sentado en el piso 14 de un bonito departamento de un amigo en el barrio de Nueva Córdoba, charlando con amigos, intentando prestar aunque sea un poco de atención a lo que supuestamente debía aprender para tomar un examen, pero nada lograba concentrarme, sólo respondía ante sus preguntas que quería que fuera Marzo, el mes de mi cumpleaños, para estar solo tirado en la playa, tomando una cerveza y mirando el mar, TODO aquello sin saber que mi destino iría a ser México. Tardó un par de meses, pero luego como por arte de magia, todo se volvió realidad, no sé explicar por qué ni el cómo, pero de alguna forma inexplicable llegué hasta ese lugar, y fui regocijándome con mis deseos profundos que iban cumpliéndose gracias a la ley de atracción de pensamientos.

“Ten cuidado con lo que deseas, puede volverse realidad”, puedo dar fe de ello, porque sin duda si visualizas algo significa que puedes verlo en tu cabeza lo que atraerá el momento de verlo físicamente en tus manos o en tu vida, si realmente lo quieres y puede que sea mucho más pronto de lo que uno hubiera planeado.

En el día de mi cumpleaños sucedieron más cosas extrañas. Figurativamente, a mi parecer fue el re-nacimiento de Paco. El porqué del nuevo nombre asignado a mi amigo, el loco P, podríamos preguntárselo al bochornoso gringo en estado de ebriedad con el que jugamos cartas esa noche en la playa en el descanso del trabajo. Viéndolo de otra forma, ahora pienso que el cambio de nombre puede que haya sido algo más, un signo de que interiormente había algo más que cambiaba en nosotros, sin darnos cuenta nos transformaba y nos cambiaría la vida para siempre, ese día, quizás, el loco P comenzaba a dejar sus recuerdos atrás, para comenzar una nueva aventura que lo llevaría a estar donde está hoy. Pero mejor seguir con la historia y dejar ciertas suspicacias para otro momento.

Para que me puedas comprender lo que intento trasmitir acá, quisiera describir como era la vida en Puerto. Es sin dudas diferente a lo que uno conoce, porque tratamos de adaptarse a comunidades de gente, entre ellos, los locales, que son específicamente estimados dentro de las aguas, eligiendo las corrientes que les favorezcan, aquellas que suelen surfear desde pequeños, como así también lo son durante la noche en los bolichitos, como en el Gua-dua y sus domingos de Reggae, ubicado en la Punta, donde conocimos al pizzero más loco del mundo, nacido en Buenos Aires y afamado en todas partes como El Mago, encontrándole la vuelta a las cosas ganándose la vida con sus negocios, sin dudas uno de los personajes más excéntricos e intrigantes que conocimos durante el viaje.

Habíamos dejado la vida de hostel para mudarnos a la comunidad de la Casa de Lourdes, una humilde señora de gran corazón que albergaba a muchísimos viajeros, artesanos y artistas del mundo por una modesta suma de dinero, dejándonos comer los frutos de mango que florecían en sus árboles durante el desayuno, o al menos nunca nos dijo nada al respecto.

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Si intento escabullirme en mi cabeza, miles de experiencias vienen a mí, e incluso sería muy poco factible de poder escribirlas todas, y si aun así lo hiciera, no creo que seguirías leyendo a esta altura. Debería buscarle la vuelta de tuerca y ponerle condimento a mis palabras para tenerte atraído hacia la lectura, tan poco fomentada en los días que frecuentamos.

Cabe hacer un espacio para las personas que conocimos en ese lugar, excelentes, cada uno con su historia, y claro que sin dudas se merecen un lugar en estos renglones el Vasco y el Nacho, dueños de una antigua van Volkswagen comprada en el norte de California con dinero ganado en plantaciones de marihuana, recorriendo miles de kilómetros con el objetivo de llegar al sur del continente, ambos dos, culpables inconscientemente de empujarnos más hacia nuestros sueños, y meternos en la cabeza la palabrita California.
Como olvidar al dúo dinámico de Andrés y el Lucho, dos argentinos recorriendo el mundo, los maestros de los alfajores de maicena, si estuviste en PDC a en el 2012 los conocés seguro, que nos llenaron de consejos a estos dos pibes locos e intranquilos por seguir el supuesto camino hacia el Sur, que de  poco se iba convirtiendo en Norte.

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Tristemente, todo cuento tiene un fin, Puerto Escondido fue un cuento, mientras más nos adaptábamos y más lo queríamos, ese mini objetivo ya estaba cumplido. Los deseos de recaudar dinero para seguir viaje apuntaban hacia un solo lugar, el gran gigante, temido, mal afamado y espectacularmente bello Distrito Federal. Raramente elegimos nuestro punto de partida al Norte para ir al Sur, un excéntrico plan pero digno de recordar.

Todas las personas con las que rodeábamos nos llenaban de señales, y nosotros muy ilusos aventureros acostumbrados fuimos a probar suerte por unos días a la capital del Estado Mexicano, sin saber que lo que vendría cambiaría nuestras vidas para siempre.

Aunque no haya aprendido a surfear sinceramente, el Pacifico Mexicano, al que inconscientemente siempre quise llegar, le dio un punto y seguido a la primera etapa del viaje. El viaje.

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Hoy, la historia es muy distinta. A minutos de publicar este escrito, siento un cosquilleo en la espalda, donde se clava la mirada de mi mochila llena, lista para partir en pocas horas. Hoy, viajo para conocer la historia que hay detrás de la tierra del Samba, del Carnaval y de la alegría sin fin, sin antes perderme los encantos de nuestra querida hermana siempre cercana República Oriental. Hoy, dejo crearse los caminos y allá iremos.

El día que no fue

POR MAURI BADRA

Transcurrían las 19:24 horas de una fría tarde. Mario empalma la pelota con el pecho y marca el gol que les otorga el tan ansiado Campeonato Mundial a nuestros “queridos” vecinos no tan cercanos, los germanos. Silencio. Ahí, dónde me encontraba en ese momento, sólo se sentía un gran silencio. Sinceramente no sé qué ocurría exactamente a las 23:24 horas en Alemania, dónde gritar o silbar en la calle es visto como falta de respeto; a mí alrededor, sólo se sentía silencio.

Estábamos absolutamente perplejos, mudos y atónitos frente a la TV. Ninguno de nosotros emitía comentarios, temíamos por lo que vendría precisamente luego, esos escasos minutos restantes no alcanzarían. El pitido final llegó.

No hay demasiadas formas de explicar lo que sentíamos por dentro y quizás siendo lector argentino, puede que te sientas identificado. Algún que otro quejido o insulto rompía el impenetrable silencio, mientras que algún pibe del barrio amortizaba la pirotecnia comprada en vano.

La reflexión que me envuelve de trasfondo, por la cuál realizo este escrito, es el increíble poder que puede tener un balón, un elemento esférico que transforma el carácter de tantos seres de un momento a otro, pudiéndonos llevar de un extasiado estado de ánimo a una absoluta desolación, con la rapidez de un chasquido de dedos.

No es que quiera ahondar nuevamente en el dolor del pueblo futbolero argentino, ni es que quiera ver rodar lágrimas por algunas mejillas. No, no quiero meter el dedo en la llaga y justo menos ahora, un tiempito después de ese Domingo 13. Es que simplemente intento comprender el porqué de lo sucedido, el porqué de nuestro actuar, el porqué de nuestro sentir, aunque la única forma de contestarme es seguir replanteando  algunas preguntas.

Con el paso de los años he intentado abstraerme del fanatismo y quitarme la camiseta para poder expresar lo que pienso, aunque creo que es prácticamente imposible. Vestigios de los colores que llevamos en la sangre siempre quedan impregnados en nuestras palabras y por supuesto en la boca de todos los que opinamos acerca de los temas que tanto nos quitan las horas de sueño cuando las supremacía del deporte más popular del mundo, como le suelen decir, reina por sobre todas las demás cuestiones del planeta que tan poco importantes no deben ser. No?

Raramente es lamentable, o lamentablemente es raro, es de no creer. Sin embargo haciendo un paréntesis para que sepas de que estoy hablando te daré unos ejemplos.

La Copa. La Copa perdida. Las finales. El Diego. La Copa ganada. Messi y la esperanza de volver a creer. Las cábalas. Los parados y los sentados. Las vuvuzelas. El cabezazo de Orteguita. Verón y los ingleses. Maradona y los ingleses. Las mujeres y el fútbol. El 6 a 0 a Perú. El que canta el himno. El que no lo canta. Las Malvinas. Los alemanes. El penal no cobrado. El penal cobrado. Los penales errados de Palermo. La madre de Riquelme. El bidón de Branco. El doping positivo. Los alemanes. El papelito de Lehmann. El golazo de Maxi. El poder de Julio y cuando no de nuestros hermanos cuyos seudónimos suelen terminar en “inho”. Y prefiero no ahondar más en ejemplos porque mi memoria no va más allá de los años 90 si no es por lo que me cuentan los que me superan en edad.

Una vez escuché decir el fútbol es un deporte donde juegan 11 contra 11 durante 90 minutos, dónde vence el que mete la pelota en el arco rival más veces que su oponente, pero SIEMPRE ganan los alemanes. Mientras observábamos su extraña frialdad para nosotros con la que festejaban, desde acá, nos sentíamos bien por dentro, satisfechos, orgullosos como si hubiéramos dejado todo en la cancha, como si nosotros nos hubiéramos pateado los testículos como lo hizo Javier, tapado bocas como lo hizo Marcos, e incluso cerrado el arco con candado como lo hizo Sergio.

Sin embargo todo Yin tiene su Yang, también nos introducimos en el otro papel, el que cuesta y el que duele, nos vestimos de directores técnicos, nos mordimos los labios con las pelotas perdidas del Kun, nos desesperamos a lo Rodrigo para definir, nos caímos como cuando cayó el Pipa y un crujido letal nos atravesó el pecho cuando lo vimos a Lionel Andrés mirando de reojo a la copa, cabizbajo, recibiendo el trofeo de mejor jugador que se disfrazaba de «premio consuelo» y aún en la derrota, casi todas las miradas las miradas del mundo se posaban en ese hombrecito desorbitado.

Desafortunadamente nos olvidamos de que son simples personas, comunes y corrientes. Saben jugar al fútbol un poco más que nosotros, que lo hacemos por diversión, o simplemente lo miramos. Son humanos, como vos, como aquél, alto, bajo, blanco, negro, amarillo o rosa. De Brasil, Alemania, Argelia y también aquel que practica Criquet en algún país Oceánico. No debemos olvidarnos nunca de eso, de lo más importante, porque al fin de cuentas el suelo que estás pisando es el mismo que pisa una persona que solemos mirar raro solo porque pensamos que porque vive lejos, es diferente a nosotros.

En el fútbol, el folclore fue y vendrá, sin embargo en mi opinión los destrozos causados por gente en un estado de enfado a lo largo y lo ancho del territorio de Argentina son lamentables. Los insultos y peleas con gente proveniente de otros lugares me duelen mucho más. Y qué decir de las realidades no contadas, u ocultadas detrás del circo y el negocio del espectáculo. Todos tenemos el derecho a opinar, comentar y expresar lo que sentimos, pero no deberíamos olvidarnos de nuestra verdad será camiseta, la que llevamos por debajo de los colores que elegimos.

Aunque puedo asegurar que hasta al menos fanático del fútbol le gustaría abrazarse con un extraño simplemente porque sí. Porque eso es lo lindo de esto, el fútbol, es eso. Es disfrutar, más allá de las tildes políticas y de los distintos colores con los que somos pintados desde que somos pequeños. La belleza está en los pequeños detalles con los que no contamos, en la cerveza que bebemos unidos, cantando, comiendo, sin importar quiénes somos ni de dónde venimos.

Ahí en donde yo estaba, hubo gente que se ilusionó, vivió alegrías y tristezas, disfrutó y sufrió, además de vivir una experiencia que se remarcará en todas nuestras memorias por el resto de nuestras vidas. Ahí, donde me encontraba, hubo gente que festejó, que escapó de sus actividades rutinarias e incluso hasta hubo personas que se animaron a recorrer miles de kilómetros sin consultarle a sus jefes. Hubo gente actuando y reaccionando, viviendo el momento. Hubo gente que se bancó el invierno por sólo salir a la calle a mirar a algunos locos pintados de celeste y blanco. Hubo gente que se unía con otra gente, sólo por la sensación de que juntos hacían más fuerzas. Hubo viento, frío y lluvia. Hubo penales y por ende, hubo sudor. Hubo historias contadas e historias que contar. Hubo borrachos y sobrios. Hubo cábalas por doquier. Hubo un tipo que no le importó nada y abrió las puertas de su hogar al cualquiera que quisiese acercarse. Hubo abrazos. Hubo encuentros y desencuentros. Entonces al haber habido tan extremas y fuertes sensaciones, irónicamente lo que faltaba para completar la orquesta fue el silencio, que acompañando la dulce agonía, de saber qué pudo haber sido ese mismo día pero terminó siendo el día que no fue.

Ese domingo todos nos fuimos a dormir más temprano de lo que imaginabamos, reflexionando sobre lo que habíamos vivido y lo que vivió cada persona viendo ese partido en cualquier parte del planeta, que curiosamente es esférico, como la pelota.

Sinceramente me quedé pensando, en el porqué de nuestro actuar desaforado, en el porqué de la pasión. Porqué puede afectar tanto a la vida de la mayoría de las personas que nacieron en el mismo lugar que yo un balón que rueda sobre un terreno de césped, donde 11 individuos intentan vencer a los otros 11 en frente. Y luego me volvió el fanatismo a la piel, dónde corrigió a mi cabeza que intentaba entender el porqué de mi sentir. Me callé a mí mismo convenciéndome con una afirmación, como una vez vi en una de las mejores obras cinematográficas argentinas de todos los tiempos a mi parecer, basada en una novela de Eduardo Sacheri, dónde un fanático del fútbol expresa que un hombre puede cambiar todo en la vida, excepto la pasión.

El lunes 14 no fue un día común, fue un día distinto. Fue caminar con las calles con un sabor extraño, luego de despertar y haber tenido un gran sueño. Las calles lucían plagadas de papelitos olvidados y las doñas salían a barrer las veredas mientras volvíamos a la vida, tratando de olvidar lo que había pasado, de lo bello que había sido mientras duró.

El Mundial de Fútbol es contradictorio por dónde se lo mire, manejado por una entidad polémica de “F” a “A”, dónde prefiero no profundizar ya que no es el objetivo de este humilde comunicado, nos dejó aquí solos nuevamente, para irse a instalar en nuestra memoria, atrás quedan las gambetas de James, las caídas de Arjen y las atajadas del Memo. Ahí quedan rememorados los Ticos, la garra chilena y la mordida del pistolero. Guardamos en un cajón la pegada de Andrea, la vértebra de Neymar y los 16 goles de Miroslav superando al fenómeno. Apartamos a un lado los goles de nuestro 10, las corridas de Ángel y los abdominales del Pocho.

Volveremos a esperar 4 años más. Y hoy, posteriormente a ver visto el mejor mundial de la historia según mis ojos y las palabras de gente mayor, no me queda grabada la imagen en la cabeza del capitán alemán levantando la copa, ni la barrida de Masche salvando la semifinal, tampoco la aburrida presentación, la eliminación de España, ni los 7 goles que se comió Brasil.

Sorprendentemente lo que queda grabado a fuego en mi mente, es la imagen que vi, el lunes 14, cuando volvía a mi casa luego de correr por el parque unos kilómetros para despejarme.

En una pequeña cancha de césped sintético, vi unos niños jugar a la pelota, de aproximadamente 4 años de edad. La mayoría de ellos vestía una camiseta con franjas verticales celestes y blancas, con el número 10 en la espalda. Ingenuos, desde su inocencia, jugaban risueños, de aquí para allá, mientras se caían y se levantaban.

Callado, en silencio, me quede observándolos por un momento, con la mirada perdida. Luego de terminar el partido se juntaron a escuchar al profe que con silbato en la boca, intentaba llamar la atención, aunque muy pocos de ellos lo hacían. Se molestaban a unos a otros, se tiraban al suelo, peleaban y se abrazaban.

No puedo quitarme de adentro la paz que me transmitió ver esa imagen, la pureza con la que se divertían esos niños, la inocencia con la que jugaban, y me recordaba a mi infancia, cuando todo parecía ser más fácil y divertido. No se preocupaban por lo que vendría mañana, ni lo que había sucedido el día anterior. Sus padres, a unos pocos metros donde me encontraba, los veían, con los ojos brillosos, como si sus pequeños les trasmitieran la felicidad por medio de un conducto invisible e instantáneo.

Ahí, en ese pequeño instante, está la conclusión de esta reflexión, supongo que deberíamos imitarlos a ellos, a los que vendrán, porque de verdad, ellos no son perdedores, son vencedores. Quizás, dentro de todo, todavía hay que tener fe en el porvenir, hay que tener esperanzas en el deporte una vez más, creer que el fútbol en sí, no es una máquina de crear dinero, sino felicidad.

Memorias de un viaje. Parte III: La Venganza de Moctezuma

POR MAURI BADRA

Llegar a San Cristóbal de las Casas en una tarde soleada es comparable a ingresar a través de un portal en la maravillosa época colonial de América. Posterior al viaje a través de la selva y montes, plagado de curvas, contra curvas, requisas militares y acompañados fortuitamente de una lluvia constante, que nos llevó a una parada excepcional en el corazón de los montes Chiapanecos, a un poco más de 2000 metros de altura sobre el nivel del mar, algo a lo que no estábamos acostumbrados.

Reconocido como uno de los Pueblos Mágicos de México, por sus hermosos pasajes, múltiples caminitos adoquinados repletos de imponentes farolas, edificios con acento europeo combinados de miles de paletas de colores, ferias adornadas y en su típica plaza central, la cruz representativa del catolicismo incrustada en un monumento. La huella de la religión estaba profundamente marcada, fácilmente se podía apreciar al ver miles de fieles y turistas que a diario recorrían centenares de escalones para poder visitar el Templo de Guadalupe.

 

Más allá de s166776_10200117669437904_1174749729_nu interesante historia arquitectónica, la gente, sin lugar a dudas, es el gran factor de atractivo turístico. Cálida, abierta y generosa, transmite una sensación pueblerina de bienvenida haciéndonos sentir confortables aún caminando por los más despejados pasadizos de aquel pequeño desconocido lugar. Los mercados y ferias artesanales se instalan en plazas de la ciudad, invadidos por artistas callejeros de segunda mano y turistas peatones yendo de lado a otro intentando regatear el mejor precio en algún suvenir.

Con el anochecer sobre nuestras cabezas, la baja temperatura y la fresca brisa del viento no perdonan ni al más valiente. Las gesticulaciones de los individuos que aún recorren las peatonales son parecen ser calcadas, entre ellas, el paso apurado con manos en los bolsillos, hombros estremecidos y ojos entrecerrados, afortunados son aquellos con capuchas o bufandas.426437_10200117674558032_886251516_n

En esta ciudad fuimos hospedados por un hombre llamado José, que conocimos a través de nuestra primera experiencia en la comunidad Couchsurfing, resulto ser un gran amigo y ejemplo de vida. Nos abrió las puertas de su casa y nos invitó a adentrarnos en la cultura mexicana, contándonos sobre su trabajo con proyectos sociales y enseñándonos sobre las comunidades nativas de la zona.

Todo parecía estar bien, hasta que horas antes de haber decidido seguir nuestro viaje luego de haber tenido un baño con cube
tas de agua helada (era la única forma de tener un baño), nuestros cuerpos fueron víctimas de una grave intoxicación que nos iría a hostigar durante los siguientes 15 días a ambos dos.

La fuerza del antiguo emperador azteca recayó sobre nuestros cuerpos y mentes, justamente en una noche donde visitamos la feria local y probamos los reconocidos tamales mexicanos que fueron ofrecidos a la venta por una humilde señora.562138_10200117674438029_2058436316_n

El infierno pudo sentirse en carne propia al día siguiente. La mezcla letal del cambio de temperatura repentino, la poca preparación para el clima frío, el agua helada, agregada la bacteria que se adentró en nuestros organismos generaron un cóctel de fiebre, vómitos, diarrea y ahí se termina la ejemplificación como para no ahondar en detalles disgustosos.

Hoy en día, nadie sabe si el mito de la Venganza de Moctezuma es real. Cuenta la leyenda, que al sufrir la traición de los colonizadores españoles ocupantes de tierras aztecas, el emperador Moctezuma antes de perecer, dictó una sentencia, un maleficio vigente por toda la eternidad de los tiempos, condenando a todos aquellas personas extranjeras que permanezcan en suelo azteca por 3 meses o más, acarreándoles un malestar estomacal que conllevaría numerosos síntomas entre ellos los anteriormente enumerados.

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Creer o reventar, esa es la cuestión. A los 3 meses exactos de nuestra llegada a México, ahí estábamos, tirados en nuestro querido colchón semi inflable (porque amanecía desinflado por completo), sin poder movernos literalmente, con apenas fuerzas para cambiar de canal con el control remoto.

Científicamente, éste fenómeno podría explicarse sencillamente, tomando como causa a los diferencias en los hábitos diarios, sobre todo la alimentación y la no adecuación de nuestros cuerpos a algo nuevo, pero no vale la pena seguir dándole vueltas al asunto, es cuestión de fe, o de que te gusten las historias, como a mí y de la perspectiva que cada uno utiliza para interpretar las cosas.

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Retomando la anécdota, busqué fuerzas de dónde no las tenía y ejercitando mentalmente, logré mejorar mi estado de salud, al menos asimilé el dolor y el malestar. Mi único motivo era porque lo necesitaba, estábamos en un callejón sin salida, solos en medio de un suelo ajeno, con frío y nuestros cuerpos no iban a aguantar más ahí, teníamos que movernos, 12 tentadoras horas de ruta nos separaban de Puerto Escondido y de nuestro querido Océano y sus llamativas playas calurosas. Sin duda que viajar en ese estado era todo un riesgo que podíamos asumir, aunque altamente no recomendable, podríamos equivocarnos fácilmente y pagar las consecuencias.

Aun así, no lograba darme cuenta de que ese maldito bicho que se introdujo dentro de mí, trabajaba incansablemente a diario tratando de contrarrestar mi casi nulo sistema inmunológico.   Como para empeorar la situación, había incorporado recientemente el capricho de negarme completamente a ingerir ningún tipo de remedios ni antibióticos. Todavía faltaba mucha agua bajo el puente por pasar, lo que sucedería a continuación cambiaría mi decisión.

Un par de días de reposo y de escasa alimentación, junto a buenas agallas y coraje para salir de nuevo con las mochilas cargadas, esta vez pesando más que nunca debido a nuestros cuerpos extremadamente flacos y debilitados, encaramos para la terminal, despidiéndonos del frio y de nuestro gran amigo y puesto en nuestro camino como un ángel salvador, (en las próximas líneas averiguarás el porqué). Llegaríamos a Tuxtla Gutiérrez, ciudad capital de Chiapas, última parada antes de continuar un viaje de aproximadamente 11 horas hasta la costa occidental de México.

Ya en la terminal de autobuses, luego de una larga caminata, el loco P sufrió un golpe de calor y su voluntad se desplomó por el piso, su cara era reflectante del decaimiento que padecía en ese momento, necesitando claramente auxilio, la situación era insostenible.

Nos vimos envueltos en una situación horrible y desesperante, cada uno por su lado. Debo admitir que pequé de ansioso y me molesté con mi compañero reprochándole un último esfuerzo, lo presioné sin notar verdaderamente que mi amigo no se sentía nada bien. Con predisposición y paciencia intenté pedirle que realizáramos el último tramo faltante para llegar al mar y poder curarnos más tranquilos en temperaturas más cálidas, gracias a Dios no logré convencerlo, quién sabe lo que pudo haberse desencadenado si hubiéramos tomado esa decisión. Sin embargo, para nuestra experiencia, la osadía acababa de empezar, este último trayecto sería la más difícil del viaje del este hacia el oeste.

Acostumbrado a verlo todos los días, su aspecto no me parecía tan malo, hoy mirando hacia atrás y recordando, agradezco estar sanos y salvos. Estuvimos desde bien temprano postergando una y otra vez nuestro colectivo, esperando que el malestar lograra detenerse al menos un poco, aún recuerdo como si fuera ayer la intensidad con la que el calor nos asfixiaba, mientras contábamos moneditas para poder pagar los 3 pesos para utilizar el baño público, sudando la gota gorda.

Repentinamente, de un momento para otro, Pablo logro ponerse de pie, susurró algo que se pudo entender como “voy a tomar aire” y desapareció. Su aspecto era de un chico flaco, pálido, con barba, cuál vagabundo. Transcurría el horario de la siesta. El tiempo pasó. No volví a verlo, no supe nada de él.

Enojo, furia e impotencia por un lado. Angustia, preocupación y depresión por el otro. Sumado al insoportable calor, más las ganas de ir al baño y comer algo, cosa que no podía hacer al estar inmovilizado con todo el equipaje de ambos. Esperé, respiré e intenté tranquilizarme, analicé mis opciones, teníamos un solo celular y estaba en mi poder, prácticamente no había forma de localizarlo. Pensé en buscarlo, pedir ayuda o llamar a la policía, para no desesperar decidí confiar en lo único que me daba esperanza, era la distraída personalidad de Pablo, por así decirlo.

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La terminal se llenaba y se vaciaba en cámara acelerada como si se tratara de una toma cinematográfica, yo en medio del vendaval de gente, escribiendo, dibujando, ya sin saber cómo matar el tiempo, las horas pasaron sin preguntar.

Todo lo que intenté plasmar en las hojas en blanco fue relacionado al mar, las olas y el surf, anhelando que todo saliera bien, como única forma de tranquilizarme, de darme paz. No obstante, me veía interrumpido por lagunas mentales dónde me carcomían los pensamientos, imaginaba un final triste y luego uno feliz, me torturaba mentalmente deseando que mi amigo estuviese bien y apareciera de una vez por todas.

Al caer la noche, el loco P llegó. No hubo peleas ni discusiones, nada de reclamos de ninguna parte, sólo comprensión. Su relato consistió en que salió a caminar para despejarse y debido al implacable calor comenzó a sentirse demasiado mal, luego de preguntar por algún hospital o centro de atención cercano y de recibir varias respuestas imprecisas (típicas de nuestros hermanos mexicanos cuando deben explicar cómo llegar a una dirección). Caminó más de 15 bloques al rayo del sol, con las últimas gotas de energía que le quedaban y una visión borrosa, sin opción de volver hacia atrás para avisarme para luego lograr ser atendido en un hospital público. Confesó que tuvo temor de caer desvanecido en la calle, hasta incluso se le cruzó por la cabeza la drástica posibilidad de morirse, ahí, en la calle. Finalmente fue atendido después de una larga espera y diagnosticado con un cuadro de intoxicación febril y un altísimo nivel de deshidratación, le colocaron un suero y fue recetado con antibióticos.

Preferimos no viajar. Mi compañero presentaba una leve mejoría, pero el reposo era indispensable, sólo restaban 12 horas, y dónde dormiríamos era la gran incógnita. Nos contactamos con José, y gracias a puras casualidades de la vida viajaba a Tuxtla esa misma noche a visitar a sus padres, que una vez más nos alojaron y evitó que durmiéramos en la calle. Pasamos la noche en la cima de una pequeña meseta en los suburbios de la ciudad poblado de casas humildes de gran corazón. Nos sentimos una vez más como en casa, yo tuve la oportunidad de cenar una exquisita cena dando por hecho que mi organismo ya había mejorado, aun así la melancolía me invadió al recordar el hogar de mis abuelos paternos. Dormitamos en una especie de ático en construcción, acompañados por más de 12 gallos de pelea y sus pequeñas crías. Una anécdota linda de recordar, con los cantos de esos animalitos obligados a luchar, a todo volumen durante la madrugada.

Nos despedimos de José y su familia eternamente agradecidos, un poco confundidos por obtener tanta ayuda y amor de personas desconocidas. Catando ese agrio dolor interno de saber que es muy probable que no volveremos a ver a esas personas jamás en  todas nuestras vidas, ese sentimiento que más tarde empezaríamos a sentir más seguido y con mayor intensidad. Pero de eso se trata el flujo de energías que hay en el mundo, del dar y recibir, de la ley del karma, esa gente forma parte de los eslabones que componen como el universo, como nosotros, como vos que estás leyendo. De alguna forma debemos emplear nuestra libertad para no frenar con el flujo de las buenas acciones, si a fin y acabo, nada es nuestro, nada nos pertenece, sólo nuestro ser, lo demás pertenece al universo.

Una vez más volvimos a la ruta a la mañana siguiente, encarando la última etapa de viaje. Tomamos el bus, haciendo escala en un pueblo llamado Tehuantepec en medio de madrugada. Atravesando curvas y contra curvas, cada vez más cerca del nivel del mar, me comenzaba a sentir peor, realmente creo que el gran esfuerzo mental que hice por seguir bloqueó la sinopsis de mis neuronas y no padecí el dolor de la enfermedad que avanzaba lentamente, no me escuché a mi mismo, mi cuerpo intentaba decirme algo.

Escalofríos repentinos me recorrían enteramente, sudaba transpiración helada en el último asiento del autobús prácticamente vacío. Comencé a temblar, intentado cubrirme con la bolsa de dormir mientras el estado febril aumentaba. El camino sinuoso se tornaba interminable, provocándome náuseas y lo único que necesitaba era un poquito de fuerzas. El pacifico estaba ahí, al alcance de nuestras manos, detrás de esa oscuridad imborrable en la que intentaba divisar figuras achinando mis ojos y dilatando mis pupilas, con mi frente apoyada de lado en el vidrio mientras se empañaba una mancha dibujada producto de mi respiración en la ventana.

Ya podía sentir su fuerza, el poderío y el estruendo de sus olas, estábamos a punto de lograr lo que tuvimos en mente apenas dejamos el Caribe. O probablemente lo tuvimos en mente más antes de lo que imaginábamos, quien sabe cuánto tiempo atrás esa idea revoloteaba nuestras cabezas, quizás nuestro viaje empezó mucho tiempo atrás e inconscientemente cada acción que ejecutamos nos llevó a estar ahí, en ese preciso momento, por ahí, en alguna de esas casualidades de la vida, nuestra mente atrajo ese profundo querer.

Finalmente y a tumbos logramos realizarlo. Llegamos. De madrugada; sucios, flacos, sin afeitar, desganados pero con una gran sonrisa en nuestros rostros. Arribamos una vez más, a un lugar totalmente desconocido y la incertidumbre empezaba a convertirse en moneda corriente, una carta con la que ya sabías jugar. La historia parecía estar cada vez más cerca de un final feliz, al parecer.

A punto de amanecer, sin mapa y sin ningún tipo de referencia nos tiramos a reponer fuerzas en los banquitos de la terminal y nos miramos suspirando. El objetivo había sido cumplido a base de agallas y sudor, pero está más que claro que cuando llegas a la cima no hay que pecar de vanidoso, porque todo lo que sube puede caer, quizás al alcanzarlo, tu techo se encuentra todavía sobre ti. Había que buscar un lugar para descansar y dormir, ese lugar vendría recargado de miles de cosas nuevas para enriquecer nuestras vidas.

Simplemente, respirando, esperamos a que saliera el sol, y nos dejamos guiar por el perfume del mar.

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Memorias de un viaje. Parte II: Rompiendo la zona de comfort.

POR MAURI BADRA

Friday, 2:56 pm, Zephyr Cove, Lake Tahoe, Nevada, USA.

Me encuentro sólo, sentado escribiendo en la computadora de una persona que no conozco y creo que no conoceré, viviendo en la casa de ese desconocido, rodeado de una espectacular vegetación, un paisaje de montañas con millares de pinos, y cuando no algunos osos salvajes revolviendo los cestos de basura (difícil de creer en un principio). Es un barrio con casas portando banderitas de color rojo, azul y blanco flameando en sus jardines y como frutilla del postre, una impactante imagen del lago Tahoe en el horizonte. Sin lugar a dudas, es un lugar paradisíaco que deberías de conocer antes de morir, mismo pensamiento que tuve en mi mente apenas llegué, reconocí que podría ser uno de aquellos pequeños sitios dónde uno simplemente quisiera morir. La explicación de cómo termine acá, es muy larga y peculiarmente entretenida, pero tendrá su lugarcito más adelante en esta historia. En este momento, es hora de continuar con el relato de la pequeña odisea a través de México.

Principios de Marzo. Era tiempo de comenzar a seguir las señales. La costa del Océano Pacífico no tan pacífico era lo que llamaba nuestra atención y especialmente donde apuntaban nuestras corazonadas. Los últimos días en el Caribe fueron magníficos. Despedidas más, despedidas menos, los abrazos cada vez se sentían un poco más fríos. Me atrevo a dar un diminuto consejo para los que eligen esta hermosa profesión de viajar, por la que nadie te otorga un título, hay que saber desprenderse de todo, de objetos, mascotas, ropa favorita, carreras universitarias e incluso amigos y familia. Hay que salir de la zona de confort de tu mente, romper esa barrera e incomodarse a uno mismo, créeme, lo que está detrás, es asombroso.

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Nuestras mochilas pesaban más que nunca aunque no importaba, la sangre estaba llena de energía y sabíamos muy dentro de nosotros, que nada podía pararnos. Comenzando el viaje a dedo hacia el sur de Quintana Roo, todo nos salió bien, conseguimos un aventón tras otro. Un par de buzos que hablaban sólo francés y un taxista que engañaba su mujer nos alcanzaron hasta Bacalar, pequeña localidad que cuenta con una laguna de agua dulce con 7 tonalidades de colores diferentes, única en el mundo.

En el camino nos cruzamos con cada personajes excéntricos, como olvidar al viejo Manuel, portugués borrachín que tenía el hábito de entrar y salir del país cada 6 meses durante 20 años, un asiático recorriendo el continente en bicicleta, un camionero que necesitaba que alguien le cuente historias para no dormirse (“contáte una historia Coqui” me solían decir en casa) y un par de militares burlándose de nuestros escasos artículos de cocina mientras revisaban si llevábamos algún tipo de sustancia ilícita.

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Todo parecía fluir de buena manera mientras avanzábamos sobre nuestra ruta hasta Xpujil. El pueblo fantasma que fue nuestra piedra en el camino y nos hizo parir hasta la más última gota de sudor. Vivimos en carne propia el intenso calor de la nada misma en un horario de siesta fulminante. Dedo pulgar arriba durante largo rato y nadie nos levantó. La desesperación poco a poco ganaba su lugar, sin embargo la esperanza no se perdía.

El tiempo pasó sin preguntar y nadie paró. La pregunta era, por qué no tomar un bus? No hacíamos dedo por tacaños, lo hacíamos por dedicación. Es como hacer cualquier deporte nuevo. Empezás de golpe y puede que al otro día sientas las consecuencias y hasta lo podés llegar a odiar. Cuando lo volvés a hacer le encontrás un gustito diferente. Cuando ya es parte de tu rutina simplemente no podes parar, es una tremenda adicción. Hacer dedo es una manera de viajar diferente, desconcertante y aventurera no cabe duda alguna. Es un juego de azar peligroso, “viscoso pero sabroso”. Si no te gusta el sufrimiento placentero no debería ser lo tuyo, no es fácil levantarse antes de que salga el sol y salir a la ruta,  aunque no todos los días la suerte viste tu camiseta.

La zona en la que estábamos no era para nada turística ni segura, debíamos llegar a Palenque, la selva Chiapaneca, antes de que oscurezca y estábamos a 5 horas de distancia en carro. Después de esperar una hora y media en la carretera principal, decidimos ir a tomar el bus, nos rendimos de nuestro intento de llegar a dedo por miedo. (Ubicación Google Maps).

“Lo lamento chavos, el próximo bus no sale hasta la nochecita”.- fueron exactamente las palabras que me entraron por un oído y salieron por el otro después de haberme revoloteado en la cabeza. La inquietud nos invadió, pero nunca nos dejamos vencer por el pánico. A caminar se había dicho con el Loco P y ojalá “que fluya” más que nunca.

Caminamos, caminamos, caminamos, el dedo levantamos pero nadie ni siquiera amagó a frenar. La ruta empezaba a tornarse cuesta arriba y todo pesaba más a cada paso que dábamos. Aún recuerdo cuando me negaron un vaso de agua en un restaurant, y vaya a saber de dónde salió otra señora muy humilde para regalarnos 150 pesos mexicanos para que compremos algo de comida y agua. Dinero no faltaba, lo que faltaba era un lugar para comprar algo. La señora insistió ante nuestra negación dándonos una lección de vida, la ley del dar y recibir, la ley del Karma ejemplificando que alguien en ese momento estaría ayudando a su hijo, por casualidad viajando por el sur Latinoamérica, por nuestros pagos. Todo vuelve. El bien que hacés te vuelve envuelto en más bienestar, lo mismo sucede con el mal. Algunos no lo aceptarán, hoy puedo decir que así de simple es.

4 HORAS pasaron. Podemos acordar que no es agradable estar cuatro horas bajo los rayos del sol, estábamos débiles y solos en medio de la nada. Ya resignado mataba el tiempo rayando las paredes de una parada de bus con una piedra, todavía recuerdo que escribí nuestros nombres y junto a un CBA ARG 2013.  Ya casi nadie andaba por esos pagos. Ese podría haber sido el final del viaje aventurero y no había alternativa visible.

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Hasta que se escuchó un sonido salvador, aquél rugido de unas pastillas de freno apretando los neumáticos contra el asfalto, era una lujuriosa camioneta de color bordó, ubicada al costado de la ruta con las balizas encendidas. El conductor escuchaba música clásica a todo volumen, fue presenciar una escena digna de un rodaje. El alma súbitamente volvió a nosotros al subirnos al coche. Acompañados por Mr. Bobby las 5 restantes horas se hicieron más que placenteras. Sin prejuzgar, si el señor que nos llevó no estaba vinculado al mundo de los narcos,  la pelota pega en el palo, quedamos impresionados con su forma de hablar e intimidar a los controles militares.

Luego de semejante espera habíamos casi llegado. Veinte kilómetros restaban hacia nuestro destino final del día, “a piece of cake”, nada comparado a los 750 recorridos en menos 48 horas.  Podemos reconocer como consejo maternal al “nunca hagas dedo de noche” porque sabés que siempre tu madre tiene razón y cuando sufres la caída de temperatura maldices por no haber llevado ese abrigo. A los pibes no les importo nada y levantaron una vez más el dedito ya sin nuestro sol iluminando la ruta y afortunadamente anticipándome al relato, puedo decir que  el final fue feliz aunque pudo no haberlo sido. Ahora sé que mamá tenía razón.

Un señor originario descendiente de aztecas, un poco aficionado, si lo miras con un ojo, a las bebidas alcohólicas,  se dispuso a transportarnos en su pequeña camioneta en la que llevaba a su familia hasta Palenque. Fueron 20 kilómetros temerarios. Las acusaciones de homosexualidad y los chistes sobre fútbol parecían divertirlo en un principio, pero cuándo empezó a emitir sonidos de su boca que no entendíamos suponiendo que era lenguaje nativo empezamos a desconfiar un poco de su comportamiento.

Comenzó a pasearnos por un lugar que no conocíamos con excusas demasiado estúpidas, la cosa se puso complicada. Repentinamente, luego de aparcar en un estacionamiento en pequeña ciudad de Palenque empezó a pedirnos dinero a cambio de llevarnos. Debo admitir que teníamos mucho miedo, pero no sé de qué manera ni con que coraje le hicimos frente a la situación y nos negamos frente a la mirada perpleja de su esposa y su hijita que nada decían. Fueron minutos de tensión a los que tuvimos que ceder y terminamos pagándole para que nos lleve al Pan-Chan sitio de albergues y campings en medio de la selva del que tanto habíamos recibido recomendaciones. La pesadilla había terminado y la tormenta metafórica también, porque el temporal había empezado para quedarse de forma literal, largos días de lluvias nos esperaban. Al bajarnos de la camioneta, la niña me llamó y en secreto me devolvió de su billetera la plata que su padre me había sacado. Nos deseó buena suerte mientras la miraba boquiabierto ante semejante acción de bondad.

Y una vez más, llegábamos a un nuevo lugar desconocido, que nos recibió y despidió con lluvias, dónde nos vimos forzados a aprender a hacer fuego con leña mojada, dónde visitamos las ruinas de Palenque que realmente nos maravillaron al saber que una civilización se desarrolló en medio de la jungla hace miles de años. Aunque como siempre dispuestos a un poquito más de aventura, cruzamos el vallado y nos adentramos dentro de la jungla acompañados de los fuertes rugidos de los monos aulladores. Conocimos un lugar impensado pero real, durmiendo en carpa bajo la lluvia, comiendo fideos y/o arroz condimentado con ajo, nuestro gran amigo y acompañante de viaje. A decir verdadno estábamos tan solos, teníamos alguien que nos acompañaba todos los días, una pequeña amiga que vivía en el sanitario a la que le gustaba hacernos cagar hasta las patas y justo en el baño, valga la redundancia.

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Sinceramente no fue fácil llegar, sin embargo se disfrutó muchísimo de todos los momentos, los buenos y los malos, fuimos víctimas voluntarias de una nueva experiencia totalmente enriquecedora para nuestras vidas, simplemente porque ACEPTÁBAMOS la realidad, aceptábamos ciegamente lo que se nos ponía en frente y queríamos estar en esa situación. Porque cuando nos fuimos del Caribe,  sabíamos que abandonábamos la pura vida, buscándole exprimir el jugo a la aventura. Rompimos nuestra zona de confort y nos encaminamos en busca de historias y anécdotas que luego pudieran ser contadas. Movimos un poco las estanterías de nuestras mentes, sacudimos el polvo de nuestras cabezas y pusimos en movimiento nuestro cuerpo. Porque viajar es simple, cuando uno no se reprocha nada de lo que le sucede, porque en una sencilla conclusión, todo lo que te pasa desde que decidís dejar tu hogar, es lo que salís a buscar.

 

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Finalmente, seguimos camino hacia las montañas sureñas en rumbo hacia el Océano Pacífico, la tierra del surf, sin saber que un antiguo gran emperador de estas tierras nos tenía preparada una sorpresita, para la cual valdrá la pena leer la tercera de estas queridas memorias de un viaje.

Seguramente miles de pequeñas y grandes cosas quedan por contar, pero a veces los detalles no caben en palabras. La aventura sigue todos los días, horas, minutos y segundos de tu vida, de la mía y de la de todos los seres que están a tu alrededor exactamente ahora. Todos nuestros caminos son sinuosos e interesantes, cada uno brilla con su propia luz, eso puedo asegurarlo.

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Memorias de un viaje. Parte I: Cafecito en Holbox.

POR MAURI BADRA

Probablemente y aunque espero que no, éste sea mi último escrito en un gran país llamado México. Utilizando una X y no una J para escribirlo, ya que alguna vez leí que para las antiguas civilizaciones que habitaban este precioso territorio, la X implicaba belleza. Es mi deseo escribir esto como una especie de relato sobre algunas experiencias vividas a lo largo de este viaje, empezando por el primer paso del camino, hasta llegar a los mejores 8 días de toda mi vida hasta entonces, vividos en una isla llamada HOLBOX.

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Hoy con estas palabras, me empiezo a despedir de este lugar y de gente que te da muchísimas cosas, que nunca te deja a la deriva y que te enseña a aprender de la vida en sí. Un 15 de diciembre me fui de mi casa para jugar a ser mochilero. Buscaba aprender a viajar, para luego terminar confirmando que solamente se aprende viajando.

Llegué sólo y por mi cuenta al paraíso del Mar Caribe, más precisamente a Playa del Carmen, un lugar extremadamente explotado por el turismo e inundado de personas de diferentes razas y provenientes de distintos lugares del mundo que coincidían allí buscando algún tipo de despeje mental, descanso o vacación.

Me instalé para quedarme unos meses y a medida que pasaban los días, la fiesta, el alcohol y el descontrol siempre presentes, hicieron de ese lugar algo inolvidable, actualmente añorado por sus eternas noches de diversión y desatada e incomparable locura. Internamente sentía que algo me faltaba, por esa razón mi paradero no se convertiría en ese sitio, sabía que me esperaba algo todavía mucho más impresionante.

Después de haber conocido las bellezas exóticas que rodeaban los alrededores, habiendo pasado momentos inolvidables con amigos y viajeros de todo el mundo, cuyos caminos se entrelazaban o se separaban con la velocidad de un auto de carreras, junto al loco P, gran amigo y compañero de viaje, decidimos poner a prueba nuestro espíritu aventurero. Nos calzamos las mochilas y nos fuimos a pasear al norte de Quintana Roo, a una isla tranquila y pacífica, no obstante, dueña de una energía especial, diferente, según leíamos en las reseñas de turismo y en nuestro sagrado libro prestado de Lonely Planet.

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Éxtasis, felicidad, incertidumbre y ganas por sobre todas las cosas, se podían ver reflejadas en nuestras caras relucientes de inexperiencia, sin embargo había algunas cuestiones confusas y sin resolver. Las preguntas empezaron a aparecer. Cómo llegamos? Trajimos el mapa? Cuánta plata llevamos? Y todas otras cuestiones que se te puedan ocurrir se nos venían a nuestras mentes también. De todos modos, salimos a la calle, nos miramos y junto a nuestro primer lema de viajero mediante, «QUE FLUYA», nos encaminamos rumbo al norte.

Pasamos varios minutos caminando, transpirados y de espaldas al costado de la ruta, levantando nuestros brazos y efectuando movimientos de péndulo con el dedo gordo, nuestra querida amiga suerte continuaba en ausencia. Nuestro plan era llegar a la salida de la ciudad pero entendimos rápidamente lo complicado que es conseguir que alguien te levante en las grandes autopistas y más aun porque ninguno de nosotros dos habíamos hecho dedo, ride, aventón o hitch hiking, como les hayas escuchado decir, nunca en nuestras putas vidas.

Al cabo de un tiempo transcurrido, comienzas a razonar algunas cosas bastante lógicas como por ejemplo, no hacer dedo en autopista,  mantenerse siempre al costado de la banquina y probar en las gasolineras debido a que, mientras más despacio transita el potencial levantador, más tiempo tiene el conductor para decidir si te lleva, es raramente una cuestión de milisegundos donde las miradas se cruzan y se genera un vínculo de confianza y seguridad entre desconocidos dispuestos a ayudarse, es una conexión súbita de energía. Aunque en un principio parezca que nadie va a levantarte, te aconsejo resistir un poquito más, aguantar el sol en la frente que algún loquito con fe en la humanidad anda suelto por ahí.

Nuestra primera experiencia fue inquietante, desconcertante, algo excéntrica. Dos carpinteros nos levantaron y nos llevaron hasta Cancún por la autopista 307 y sorprendidos con un par de maniobras ilegales realizadas y a una velocidad no muy sosegada, arribamos a las salidas de la mayor ciudad del estado de Quintana Roo.

Sin embargo las cosas no sucedieron exactamente como queríamos y le dimos bandera blanca al “dedo”. Nos rendimos por miedos y vagancia, agarramos un bus hacia el puerto en dónde tomaríamos el ferry hacia la isla. Tomamos ese atajo, de no ser así, posiblemente no hubiera conocido a aquél viajero extraño fanático de los Irish Pubs desperdigados por todo el globo que reaccionó de una manera extravagante al preguntarle su origen natal, contestándome en un español no muy conciso: “yo soy del mundo, como tú”.

Pum!!! Al cabo de unas horas estábamos en la isla, lo habíamos logrado, pero había una pequeña circunstancia matemática. Juntando todo el dinero existente en nuestros bolsillos no alcanzábamos los 120 pesos mexicanos, 10 dólares norteamericanos en ese entonces.

Un mundo totalmente ajeno a lo que conocíamos nos aguardaba.

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Lo más importante era que estábamos ahí, lo demás era pasajero. Los carritos de golf – taxi nos ofrecían un traslado hacia el lado de la playa pero preferíamos caminar y relajarnos. Pasamos toda la tarde hablando con la gente que encontrábamos preguntando sobre lugares baratos para hospedarnos y montar nuestra tienda de campaña “Que Fluya House”, rastreando nuestra mejor opción. Hasta que por esas casualidades del destino, una chica muy amable originaria de Cataluña nos comentó acerca del camping que mantenía con su novio Pau, un personaje de personajes. Allá nosotros, a “LA ALDEA”.

Una familia de viajeros de todo el mundo portando miles de historias y anécdotas para contar, entre ellos pintores, músicos, malabaristas, pescadores, artesanos y demás, convivían allí. Nuestras primeras palabras cruzadas nos hicieron sentir bienvenidos y como en casa. Al tan solo pisar esa tierra nos sentíamos diferente, con otra energía vislumbrados y admirados ante semejante comunidad.

Sinceramente, el dinero era lo de menos, aunque gracias a nuestro pequeño presupuesto económico sacamos provecho de nuestras oportunidades y logramos tomar buenas decisiones, ya que arreglamos un intercambio de favores, trabajando voluntariamente ofreciendo nuestra ayuda para con sus proyectos en marcha y futuras actividades en mente como la construcción de un gallinero, el montaje de una bici-licuadora, el célebre horno solar y la construcción de paredes con botellas de vidrios sujetadas con arcilla casera, casi todo realizado con materiales reciclados del basural del pueblo.

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El lugar inspiraba amistad, tranquilidad, paz y por sobre todo, una conciencia ambiental que era intensamente contagiada.

Fueron días en los que aprendí a ducharme con agua fría sin quejarme, a caminar descalzo, a sentir la tierra en la que vivimos, a vivir en comunidad como hacían nuestros ancestros. Aprendí a valorar lo verdadero que es EL momento. Aprendí a contemplar y admirar la belleza del mundo, a contar estrellas y conocer las miles de constelaciones que nos miran de arriba y que pocas veces le devolvemos la mirada. Aprendí a aprender y que lo que realmente vale es lo que llevamos dentro y no lo que llevamos puesto.

Dicen que no importa el tiempo que hayas compartido o las distancias que hayas recorrido, sino las marcas que hayas dejado, y en este caso la isla NOS MARCÓ. Fue el combustible que recargó nuestros motores para seguir en marcha contra todo lo que viniera a obstaculizar o enriquecer nuestros caminos. Vale aclarar que perdí mi camiseta de Argentina en esos lugares, de mucho valor afectivo, pero ni siquiera me importaba, el lugar lo merecía, seguramente algún niño la habrá encontrado y ahora en este momento quizás estará contento jugando a la pelota transpirándola o quizás simplemente todavía flote en las aguas aledañas haciendo un poco de compañía a nuestros amigos los tiburones ballenas.

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La vida se mostraba tal y cuál como es, simple, sencilla y hermosa. Consistía básicamente en lo siguiente, levantarse temprano, cruzar el alambrado y la pista de aterrizaje de ripio del aeropuerto para acortar distancias, quizás encontrar a los camaradas del camión de basurero que amigablemente podrían ahorrarte el trabajo de caminar hasta el basural. Pasar a recolectar y separar materiales para reciclarlos, tomar un desayuno compuesto de frutas que el verdulero nos ofrecía gratuitamente algunos días y regresar al camping porque en toda oportunidad había algo que martillar o alguna que otra guitarrita para tocar, había tiempo para aprender un poquito de malabares para luego por la tarde ir a hacer ejercicio o recorrer la isla a pie. A veces surgía la idea de ir a la plaza del pueblo, dónde artesanos y artistas se juntaban a charlar, cómo no también se daban los apasionadas cascaritas de fútbol o baloncesto, generalmente México vs Resto del mundo.

A todo momento recomendable ir con repelente en mano, porque llegaba la hora de los mosquitos y los bichitos se ve que andaban hambrientos. Nunca faltaba la invitación a un hostal cercano con alguna peculiar y divertida actividad que combinaba perfecto con unas chelitas, tampoco faltaban las cortaduras en las plantas de los pies y cruzarte con algunos locos que andan dando vueltas al mundo en kayak o algún lunático con machete un poco exaltado después de haber fumado mota.

Ahora qué estoy lejos de ese lugar, sé que saboreé la felicidad, sé que la sentí, que todo el día era agotador y llegábamos exhaustos y con frío, sin luz ni gas de por medio, nuestras 24 horas del día se resumían en un cafecito recalentado en la parrilla. Aclarando que no soy ningún amante de la cafeína, sin embargo, ese calorcito que te transmitía antes de ir a dormirte a la luz de la luna era impagable, valía oro. Llenaba todos los rincones de nuestros cuerpos de satisfacción. Nuestras almas reposaban tranquilas y puras. El café generaba sólo un pensamiento en nuestras mentes, un simbolismo, era la manera de realizarse y suspirar que ESO ERA VIDA, nada que ocurriese o ninguna circunstancia podría arruinar el momento perfecto del cafecito.

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Caída la noche fresca, aterrizábamos en nuestra tienda de campaña y trabajar en equipo es lo que debíamos hacer, uno sosteniendo la linterna y el otro exterminando los mosquitos que merodeaban dentro de la carpa. Algunas veces llovía, otras hacía mucho frío o unos vientos fuertes nos azotaban, no incumbía, percibíamos que el día siguiente sería magnífico.

Hasta que llegó el momento de despedirnos. De decir adiós. Sucedió de forma rápida e indolora, sin pensarlo demasiado, como cualquier despedida de viajero. Cada pequeña marcha forma parte del gran conjunto de despedidas en el camino que ya de alguna forma se tornan rutinarias e incluso un poco indiferentes, tratando de ocultar la lágrima interna que hiere demasiado.

Dejar un lugar mágico es difícil, porque sabes que todo eso que te pasó, nunca va a volver a sucederte, porque el tiempo es así, lo que vivimos hace un instante es único, irrepetible y perfecto, no pudo ser de otra manera. Pero uno sabe que lo que viene siempre es mejor, el camino incierto y desconocido que solemos llamar vida siempre encuentra la forma de atraparnos y seducirnos para que sigamos adelante.

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De nuevo en ruta, miles de cosas nos esperaban atolondradamente por delante, como el camión frigorífico de yogurt que nos ofreció el desayuno ese día. De seguro me seguirán esperando sorpresas por el resto de mi vida. Ya despidiéndome de México y de éstas Memorias de Viaje: Parte I.

Me veo obligado a dejar el relato por aquí, nuevas quieren ser recorridas por mis pequeños y traviesos pies. Comienzo a empacar la mochila de 70 litros una vez más, acompañado por el ritmo melancólico de la viola de Eddie Vedder, con un constante y triste golpeteo de las gotas de lluvia sobre la ventana de este departamento de la Colonia Nápoles, México DF.

“Wherever you go, go with all your heart”. – Confucio