El día que no fue

POR MAURI BADRA

Transcurrían las 19:24 horas de una fría tarde. Mario empalma la pelota con el pecho y marca el gol que les otorga el tan ansiado Campeonato Mundial a nuestros “queridos” vecinos no tan cercanos, los germanos. Silencio. Ahí, dónde me encontraba en ese momento, sólo se sentía un gran silencio. Sinceramente no sé qué ocurría exactamente a las 23:24 horas en Alemania, dónde gritar o silbar en la calle es visto como falta de respeto; a mí alrededor, sólo se sentía silencio.

Estábamos absolutamente perplejos, mudos y atónitos frente a la TV. Ninguno de nosotros emitía comentarios, temíamos por lo que vendría precisamente luego, esos escasos minutos restantes no alcanzarían. El pitido final llegó.

No hay demasiadas formas de explicar lo que sentíamos por dentro y quizás siendo lector argentino, puede que te sientas identificado. Algún que otro quejido o insulto rompía el impenetrable silencio, mientras que algún pibe del barrio amortizaba la pirotecnia comprada en vano.

La reflexión que me envuelve de trasfondo, por la cuál realizo este escrito, es el increíble poder que puede tener un balón, un elemento esférico que transforma el carácter de tantos seres de un momento a otro, pudiéndonos llevar de un extasiado estado de ánimo a una absoluta desolación, con la rapidez de un chasquido de dedos.

No es que quiera ahondar nuevamente en el dolor del pueblo futbolero argentino, ni es que quiera ver rodar lágrimas por algunas mejillas. No, no quiero meter el dedo en la llaga y justo menos ahora, un tiempito después de ese Domingo 13. Es que simplemente intento comprender el porqué de lo sucedido, el porqué de nuestro actuar, el porqué de nuestro sentir, aunque la única forma de contestarme es seguir replanteando  algunas preguntas.

Con el paso de los años he intentado abstraerme del fanatismo y quitarme la camiseta para poder expresar lo que pienso, aunque creo que es prácticamente imposible. Vestigios de los colores que llevamos en la sangre siempre quedan impregnados en nuestras palabras y por supuesto en la boca de todos los que opinamos acerca de los temas que tanto nos quitan las horas de sueño cuando las supremacía del deporte más popular del mundo, como le suelen decir, reina por sobre todas las demás cuestiones del planeta que tan poco importantes no deben ser. No?

Raramente es lamentable, o lamentablemente es raro, es de no creer. Sin embargo haciendo un paréntesis para que sepas de que estoy hablando te daré unos ejemplos.

La Copa. La Copa perdida. Las finales. El Diego. La Copa ganada. Messi y la esperanza de volver a creer. Las cábalas. Los parados y los sentados. Las vuvuzelas. El cabezazo de Orteguita. Verón y los ingleses. Maradona y los ingleses. Las mujeres y el fútbol. El 6 a 0 a Perú. El que canta el himno. El que no lo canta. Las Malvinas. Los alemanes. El penal no cobrado. El penal cobrado. Los penales errados de Palermo. La madre de Riquelme. El bidón de Branco. El doping positivo. Los alemanes. El papelito de Lehmann. El golazo de Maxi. El poder de Julio y cuando no de nuestros hermanos cuyos seudónimos suelen terminar en “inho”. Y prefiero no ahondar más en ejemplos porque mi memoria no va más allá de los años 90 si no es por lo que me cuentan los que me superan en edad.

Una vez escuché decir el fútbol es un deporte donde juegan 11 contra 11 durante 90 minutos, dónde vence el que mete la pelota en el arco rival más veces que su oponente, pero SIEMPRE ganan los alemanes. Mientras observábamos su extraña frialdad para nosotros con la que festejaban, desde acá, nos sentíamos bien por dentro, satisfechos, orgullosos como si hubiéramos dejado todo en la cancha, como si nosotros nos hubiéramos pateado los testículos como lo hizo Javier, tapado bocas como lo hizo Marcos, e incluso cerrado el arco con candado como lo hizo Sergio.

Sin embargo todo Yin tiene su Yang, también nos introducimos en el otro papel, el que cuesta y el que duele, nos vestimos de directores técnicos, nos mordimos los labios con las pelotas perdidas del Kun, nos desesperamos a lo Rodrigo para definir, nos caímos como cuando cayó el Pipa y un crujido letal nos atravesó el pecho cuando lo vimos a Lionel Andrés mirando de reojo a la copa, cabizbajo, recibiendo el trofeo de mejor jugador que se disfrazaba de «premio consuelo» y aún en la derrota, casi todas las miradas las miradas del mundo se posaban en ese hombrecito desorbitado.

Desafortunadamente nos olvidamos de que son simples personas, comunes y corrientes. Saben jugar al fútbol un poco más que nosotros, que lo hacemos por diversión, o simplemente lo miramos. Son humanos, como vos, como aquél, alto, bajo, blanco, negro, amarillo o rosa. De Brasil, Alemania, Argelia y también aquel que practica Criquet en algún país Oceánico. No debemos olvidarnos nunca de eso, de lo más importante, porque al fin de cuentas el suelo que estás pisando es el mismo que pisa una persona que solemos mirar raro solo porque pensamos que porque vive lejos, es diferente a nosotros.

En el fútbol, el folclore fue y vendrá, sin embargo en mi opinión los destrozos causados por gente en un estado de enfado a lo largo y lo ancho del territorio de Argentina son lamentables. Los insultos y peleas con gente proveniente de otros lugares me duelen mucho más. Y qué decir de las realidades no contadas, u ocultadas detrás del circo y el negocio del espectáculo. Todos tenemos el derecho a opinar, comentar y expresar lo que sentimos, pero no deberíamos olvidarnos de nuestra verdad será camiseta, la que llevamos por debajo de los colores que elegimos.

Aunque puedo asegurar que hasta al menos fanático del fútbol le gustaría abrazarse con un extraño simplemente porque sí. Porque eso es lo lindo de esto, el fútbol, es eso. Es disfrutar, más allá de las tildes políticas y de los distintos colores con los que somos pintados desde que somos pequeños. La belleza está en los pequeños detalles con los que no contamos, en la cerveza que bebemos unidos, cantando, comiendo, sin importar quiénes somos ni de dónde venimos.

Ahí en donde yo estaba, hubo gente que se ilusionó, vivió alegrías y tristezas, disfrutó y sufrió, además de vivir una experiencia que se remarcará en todas nuestras memorias por el resto de nuestras vidas. Ahí, donde me encontraba, hubo gente que festejó, que escapó de sus actividades rutinarias e incluso hasta hubo personas que se animaron a recorrer miles de kilómetros sin consultarle a sus jefes. Hubo gente actuando y reaccionando, viviendo el momento. Hubo gente que se bancó el invierno por sólo salir a la calle a mirar a algunos locos pintados de celeste y blanco. Hubo gente que se unía con otra gente, sólo por la sensación de que juntos hacían más fuerzas. Hubo viento, frío y lluvia. Hubo penales y por ende, hubo sudor. Hubo historias contadas e historias que contar. Hubo borrachos y sobrios. Hubo cábalas por doquier. Hubo un tipo que no le importó nada y abrió las puertas de su hogar al cualquiera que quisiese acercarse. Hubo abrazos. Hubo encuentros y desencuentros. Entonces al haber habido tan extremas y fuertes sensaciones, irónicamente lo que faltaba para completar la orquesta fue el silencio, que acompañando la dulce agonía, de saber qué pudo haber sido ese mismo día pero terminó siendo el día que no fue.

Ese domingo todos nos fuimos a dormir más temprano de lo que imaginabamos, reflexionando sobre lo que habíamos vivido y lo que vivió cada persona viendo ese partido en cualquier parte del planeta, que curiosamente es esférico, como la pelota.

Sinceramente me quedé pensando, en el porqué de nuestro actuar desaforado, en el porqué de la pasión. Porqué puede afectar tanto a la vida de la mayoría de las personas que nacieron en el mismo lugar que yo un balón que rueda sobre un terreno de césped, donde 11 individuos intentan vencer a los otros 11 en frente. Y luego me volvió el fanatismo a la piel, dónde corrigió a mi cabeza que intentaba entender el porqué de mi sentir. Me callé a mí mismo convenciéndome con una afirmación, como una vez vi en una de las mejores obras cinematográficas argentinas de todos los tiempos a mi parecer, basada en una novela de Eduardo Sacheri, dónde un fanático del fútbol expresa que un hombre puede cambiar todo en la vida, excepto la pasión.

El lunes 14 no fue un día común, fue un día distinto. Fue caminar con las calles con un sabor extraño, luego de despertar y haber tenido un gran sueño. Las calles lucían plagadas de papelitos olvidados y las doñas salían a barrer las veredas mientras volvíamos a la vida, tratando de olvidar lo que había pasado, de lo bello que había sido mientras duró.

El Mundial de Fútbol es contradictorio por dónde se lo mire, manejado por una entidad polémica de “F” a “A”, dónde prefiero no profundizar ya que no es el objetivo de este humilde comunicado, nos dejó aquí solos nuevamente, para irse a instalar en nuestra memoria, atrás quedan las gambetas de James, las caídas de Arjen y las atajadas del Memo. Ahí quedan rememorados los Ticos, la garra chilena y la mordida del pistolero. Guardamos en un cajón la pegada de Andrea, la vértebra de Neymar y los 16 goles de Miroslav superando al fenómeno. Apartamos a un lado los goles de nuestro 10, las corridas de Ángel y los abdominales del Pocho.

Volveremos a esperar 4 años más. Y hoy, posteriormente a ver visto el mejor mundial de la historia según mis ojos y las palabras de gente mayor, no me queda grabada la imagen en la cabeza del capitán alemán levantando la copa, ni la barrida de Masche salvando la semifinal, tampoco la aburrida presentación, la eliminación de España, ni los 7 goles que se comió Brasil.

Sorprendentemente lo que queda grabado a fuego en mi mente, es la imagen que vi, el lunes 14, cuando volvía a mi casa luego de correr por el parque unos kilómetros para despejarme.

En una pequeña cancha de césped sintético, vi unos niños jugar a la pelota, de aproximadamente 4 años de edad. La mayoría de ellos vestía una camiseta con franjas verticales celestes y blancas, con el número 10 en la espalda. Ingenuos, desde su inocencia, jugaban risueños, de aquí para allá, mientras se caían y se levantaban.

Callado, en silencio, me quede observándolos por un momento, con la mirada perdida. Luego de terminar el partido se juntaron a escuchar al profe que con silbato en la boca, intentaba llamar la atención, aunque muy pocos de ellos lo hacían. Se molestaban a unos a otros, se tiraban al suelo, peleaban y se abrazaban.

No puedo quitarme de adentro la paz que me transmitió ver esa imagen, la pureza con la que se divertían esos niños, la inocencia con la que jugaban, y me recordaba a mi infancia, cuando todo parecía ser más fácil y divertido. No se preocupaban por lo que vendría mañana, ni lo que había sucedido el día anterior. Sus padres, a unos pocos metros donde me encontraba, los veían, con los ojos brillosos, como si sus pequeños les trasmitieran la felicidad por medio de un conducto invisible e instantáneo.

Ahí, en ese pequeño instante, está la conclusión de esta reflexión, supongo que deberíamos imitarlos a ellos, a los que vendrán, porque de verdad, ellos no son perdedores, son vencedores. Quizás, dentro de todo, todavía hay que tener fe en el porvenir, hay que tener esperanzas en el deporte una vez más, creer que el fútbol en sí, no es una máquina de crear dinero, sino felicidad.

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