Memorias de un viaje. Parte I: Cafecito en Holbox.

POR MAURI BADRA

Probablemente y aunque espero que no, éste sea mi último escrito en un gran país llamado México. Utilizando una X y no una J para escribirlo, ya que alguna vez leí que para las antiguas civilizaciones que habitaban este precioso territorio, la X implicaba belleza. Es mi deseo escribir esto como una especie de relato sobre algunas experiencias vividas a lo largo de este viaje, empezando por el primer paso del camino, hasta llegar a los mejores 8 días de toda mi vida hasta entonces, vividos en una isla llamada HOLBOX.

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Hoy con estas palabras, me empiezo a despedir de este lugar y de gente que te da muchísimas cosas, que nunca te deja a la deriva y que te enseña a aprender de la vida en sí. Un 15 de diciembre me fui de mi casa para jugar a ser mochilero. Buscaba aprender a viajar, para luego terminar confirmando que solamente se aprende viajando.

Llegué sólo y por mi cuenta al paraíso del Mar Caribe, más precisamente a Playa del Carmen, un lugar extremadamente explotado por el turismo e inundado de personas de diferentes razas y provenientes de distintos lugares del mundo que coincidían allí buscando algún tipo de despeje mental, descanso o vacación.

Me instalé para quedarme unos meses y a medida que pasaban los días, la fiesta, el alcohol y el descontrol siempre presentes, hicieron de ese lugar algo inolvidable, actualmente añorado por sus eternas noches de diversión y desatada e incomparable locura. Internamente sentía que algo me faltaba, por esa razón mi paradero no se convertiría en ese sitio, sabía que me esperaba algo todavía mucho más impresionante.

Después de haber conocido las bellezas exóticas que rodeaban los alrededores, habiendo pasado momentos inolvidables con amigos y viajeros de todo el mundo, cuyos caminos se entrelazaban o se separaban con la velocidad de un auto de carreras, junto al loco P, gran amigo y compañero de viaje, decidimos poner a prueba nuestro espíritu aventurero. Nos calzamos las mochilas y nos fuimos a pasear al norte de Quintana Roo, a una isla tranquila y pacífica, no obstante, dueña de una energía especial, diferente, según leíamos en las reseñas de turismo y en nuestro sagrado libro prestado de Lonely Planet.

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Éxtasis, felicidad, incertidumbre y ganas por sobre todas las cosas, se podían ver reflejadas en nuestras caras relucientes de inexperiencia, sin embargo había algunas cuestiones confusas y sin resolver. Las preguntas empezaron a aparecer. Cómo llegamos? Trajimos el mapa? Cuánta plata llevamos? Y todas otras cuestiones que se te puedan ocurrir se nos venían a nuestras mentes también. De todos modos, salimos a la calle, nos miramos y junto a nuestro primer lema de viajero mediante, «QUE FLUYA», nos encaminamos rumbo al norte.

Pasamos varios minutos caminando, transpirados y de espaldas al costado de la ruta, levantando nuestros brazos y efectuando movimientos de péndulo con el dedo gordo, nuestra querida amiga suerte continuaba en ausencia. Nuestro plan era llegar a la salida de la ciudad pero entendimos rápidamente lo complicado que es conseguir que alguien te levante en las grandes autopistas y más aun porque ninguno de nosotros dos habíamos hecho dedo, ride, aventón o hitch hiking, como les hayas escuchado decir, nunca en nuestras putas vidas.

Al cabo de un tiempo transcurrido, comienzas a razonar algunas cosas bastante lógicas como por ejemplo, no hacer dedo en autopista,  mantenerse siempre al costado de la banquina y probar en las gasolineras debido a que, mientras más despacio transita el potencial levantador, más tiempo tiene el conductor para decidir si te lleva, es raramente una cuestión de milisegundos donde las miradas se cruzan y se genera un vínculo de confianza y seguridad entre desconocidos dispuestos a ayudarse, es una conexión súbita de energía. Aunque en un principio parezca que nadie va a levantarte, te aconsejo resistir un poquito más, aguantar el sol en la frente que algún loquito con fe en la humanidad anda suelto por ahí.

Nuestra primera experiencia fue inquietante, desconcertante, algo excéntrica. Dos carpinteros nos levantaron y nos llevaron hasta Cancún por la autopista 307 y sorprendidos con un par de maniobras ilegales realizadas y a una velocidad no muy sosegada, arribamos a las salidas de la mayor ciudad del estado de Quintana Roo.

Sin embargo las cosas no sucedieron exactamente como queríamos y le dimos bandera blanca al “dedo”. Nos rendimos por miedos y vagancia, agarramos un bus hacia el puerto en dónde tomaríamos el ferry hacia la isla. Tomamos ese atajo, de no ser así, posiblemente no hubiera conocido a aquél viajero extraño fanático de los Irish Pubs desperdigados por todo el globo que reaccionó de una manera extravagante al preguntarle su origen natal, contestándome en un español no muy conciso: “yo soy del mundo, como tú”.

Pum!!! Al cabo de unas horas estábamos en la isla, lo habíamos logrado, pero había una pequeña circunstancia matemática. Juntando todo el dinero existente en nuestros bolsillos no alcanzábamos los 120 pesos mexicanos, 10 dólares norteamericanos en ese entonces.

Un mundo totalmente ajeno a lo que conocíamos nos aguardaba.

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Lo más importante era que estábamos ahí, lo demás era pasajero. Los carritos de golf – taxi nos ofrecían un traslado hacia el lado de la playa pero preferíamos caminar y relajarnos. Pasamos toda la tarde hablando con la gente que encontrábamos preguntando sobre lugares baratos para hospedarnos y montar nuestra tienda de campaña “Que Fluya House”, rastreando nuestra mejor opción. Hasta que por esas casualidades del destino, una chica muy amable originaria de Cataluña nos comentó acerca del camping que mantenía con su novio Pau, un personaje de personajes. Allá nosotros, a “LA ALDEA”.

Una familia de viajeros de todo el mundo portando miles de historias y anécdotas para contar, entre ellos pintores, músicos, malabaristas, pescadores, artesanos y demás, convivían allí. Nuestras primeras palabras cruzadas nos hicieron sentir bienvenidos y como en casa. Al tan solo pisar esa tierra nos sentíamos diferente, con otra energía vislumbrados y admirados ante semejante comunidad.

Sinceramente, el dinero era lo de menos, aunque gracias a nuestro pequeño presupuesto económico sacamos provecho de nuestras oportunidades y logramos tomar buenas decisiones, ya que arreglamos un intercambio de favores, trabajando voluntariamente ofreciendo nuestra ayuda para con sus proyectos en marcha y futuras actividades en mente como la construcción de un gallinero, el montaje de una bici-licuadora, el célebre horno solar y la construcción de paredes con botellas de vidrios sujetadas con arcilla casera, casi todo realizado con materiales reciclados del basural del pueblo.

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El lugar inspiraba amistad, tranquilidad, paz y por sobre todo, una conciencia ambiental que era intensamente contagiada.

Fueron días en los que aprendí a ducharme con agua fría sin quejarme, a caminar descalzo, a sentir la tierra en la que vivimos, a vivir en comunidad como hacían nuestros ancestros. Aprendí a valorar lo verdadero que es EL momento. Aprendí a contemplar y admirar la belleza del mundo, a contar estrellas y conocer las miles de constelaciones que nos miran de arriba y que pocas veces le devolvemos la mirada. Aprendí a aprender y que lo que realmente vale es lo que llevamos dentro y no lo que llevamos puesto.

Dicen que no importa el tiempo que hayas compartido o las distancias que hayas recorrido, sino las marcas que hayas dejado, y en este caso la isla NOS MARCÓ. Fue el combustible que recargó nuestros motores para seguir en marcha contra todo lo que viniera a obstaculizar o enriquecer nuestros caminos. Vale aclarar que perdí mi camiseta de Argentina en esos lugares, de mucho valor afectivo, pero ni siquiera me importaba, el lugar lo merecía, seguramente algún niño la habrá encontrado y ahora en este momento quizás estará contento jugando a la pelota transpirándola o quizás simplemente todavía flote en las aguas aledañas haciendo un poco de compañía a nuestros amigos los tiburones ballenas.

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La vida se mostraba tal y cuál como es, simple, sencilla y hermosa. Consistía básicamente en lo siguiente, levantarse temprano, cruzar el alambrado y la pista de aterrizaje de ripio del aeropuerto para acortar distancias, quizás encontrar a los camaradas del camión de basurero que amigablemente podrían ahorrarte el trabajo de caminar hasta el basural. Pasar a recolectar y separar materiales para reciclarlos, tomar un desayuno compuesto de frutas que el verdulero nos ofrecía gratuitamente algunos días y regresar al camping porque en toda oportunidad había algo que martillar o alguna que otra guitarrita para tocar, había tiempo para aprender un poquito de malabares para luego por la tarde ir a hacer ejercicio o recorrer la isla a pie. A veces surgía la idea de ir a la plaza del pueblo, dónde artesanos y artistas se juntaban a charlar, cómo no también se daban los apasionadas cascaritas de fútbol o baloncesto, generalmente México vs Resto del mundo.

A todo momento recomendable ir con repelente en mano, porque llegaba la hora de los mosquitos y los bichitos se ve que andaban hambrientos. Nunca faltaba la invitación a un hostal cercano con alguna peculiar y divertida actividad que combinaba perfecto con unas chelitas, tampoco faltaban las cortaduras en las plantas de los pies y cruzarte con algunos locos que andan dando vueltas al mundo en kayak o algún lunático con machete un poco exaltado después de haber fumado mota.

Ahora qué estoy lejos de ese lugar, sé que saboreé la felicidad, sé que la sentí, que todo el día era agotador y llegábamos exhaustos y con frío, sin luz ni gas de por medio, nuestras 24 horas del día se resumían en un cafecito recalentado en la parrilla. Aclarando que no soy ningún amante de la cafeína, sin embargo, ese calorcito que te transmitía antes de ir a dormirte a la luz de la luna era impagable, valía oro. Llenaba todos los rincones de nuestros cuerpos de satisfacción. Nuestras almas reposaban tranquilas y puras. El café generaba sólo un pensamiento en nuestras mentes, un simbolismo, era la manera de realizarse y suspirar que ESO ERA VIDA, nada que ocurriese o ninguna circunstancia podría arruinar el momento perfecto del cafecito.

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Caída la noche fresca, aterrizábamos en nuestra tienda de campaña y trabajar en equipo es lo que debíamos hacer, uno sosteniendo la linterna y el otro exterminando los mosquitos que merodeaban dentro de la carpa. Algunas veces llovía, otras hacía mucho frío o unos vientos fuertes nos azotaban, no incumbía, percibíamos que el día siguiente sería magnífico.

Hasta que llegó el momento de despedirnos. De decir adiós. Sucedió de forma rápida e indolora, sin pensarlo demasiado, como cualquier despedida de viajero. Cada pequeña marcha forma parte del gran conjunto de despedidas en el camino que ya de alguna forma se tornan rutinarias e incluso un poco indiferentes, tratando de ocultar la lágrima interna que hiere demasiado.

Dejar un lugar mágico es difícil, porque sabes que todo eso que te pasó, nunca va a volver a sucederte, porque el tiempo es así, lo que vivimos hace un instante es único, irrepetible y perfecto, no pudo ser de otra manera. Pero uno sabe que lo que viene siempre es mejor, el camino incierto y desconocido que solemos llamar vida siempre encuentra la forma de atraparnos y seducirnos para que sigamos adelante.

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De nuevo en ruta, miles de cosas nos esperaban atolondradamente por delante, como el camión frigorífico de yogurt que nos ofreció el desayuno ese día. De seguro me seguirán esperando sorpresas por el resto de mi vida. Ya despidiéndome de México y de éstas Memorias de Viaje: Parte I.

Me veo obligado a dejar el relato por aquí, nuevas quieren ser recorridas por mis pequeños y traviesos pies. Comienzo a empacar la mochila de 70 litros una vez más, acompañado por el ritmo melancólico de la viola de Eddie Vedder, con un constante y triste golpeteo de las gotas de lluvia sobre la ventana de este departamento de la Colonia Nápoles, México DF.

“Wherever you go, go with all your heart”. – Confucio

 

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